Ir por una cerveza

Bajo las nubes de una tormenta esperada, la noche del martes no quiere dormirse y la luna es una lámpara apagada que no deja que la nombren. Las primeras gotas de lluvia habían caído a la tarde, poca el agua y poca la fresca para tanto verano en que no se movió el aire y la expresión retórica no cesaba en la cabeza gacha con el sudor rodeando la frente como corona de espinas o alambre de gallinero: “¡A quién le puede gustar este calor…!”. Temprano se acarició la idea de un aguacero devorándose las siestas hirvientes, pero a eso de las seis las camisas de la oficina seguían desabrochándose y las corbatas aflojándose y algunos rostros rojos pasaban dentro de los remises con las bocas abiertas buscando alivio y otros de a pie por las vidrieras de electrodomésticos de la Pellegrini o la Soárez, ambicionando los aires acondicionados con la temperatura clavada a 26°, pensándolos con una mezcla de entusiasmo y de tortura. Por eso a las once todas las puertas se abren al deseo del mundo, y el chivilcoyano por las calles hace el caminito hacia la cervecería, farmacia del remedio helado, a pedir la pinta con el fuego en la boca y la melancolía de alguna lluvia, de otra vida.

Las mesas y sillas parecen barquitos amarrados a las veredas-puertos de Rothenburger, Cervantes o Ruta 30 y con la algarabía de los marineros que tocaban tierra luego de meses, el grupo pide la primera ronda y festeja como si hubiesen salido airosos del Mar de los Sargazos, aunque en realidad celebran que pese a que todo salga mal, el maní que suaviza el amargor del lúpulo y los amigos que suavizan el amargor de la vida, no faltan. Son conspiradores, que planearon durante toda la jornada, mientras jadeaban delante del monitor, esa hora de espuma suave mojándoles la boca, como adelantándolos a vivir, a los relojes petrificados, corrigiéndoles el rumbo, y corrigiéndose, ellos mismos, el rumbo inconfundible de norte cervecero.

Es noche de martes, de un martes cualquiera en Chivilcoy. El mozo acomoda cuatro pintas en la bandeja y las miradas se rebalsan a la espera de desnudarse la sed. Alguien secretea: “¿serán las nuestras?” Porque la sangre caliente no espera seis días de un calendario alborotado de tránsito y negocios, como si el sábado diera la limosna y en el fin de semana se encendiera la máquina de hacer cantar al chivilcoyano. Es martes, pero puede ser un jueves el que lleve el rumor de la malta buena y la felicidad se ponga ancha en las barrigas, o puede ser el lunes vilipendiado que de estarse tan lejos del viernes se arrime un poco con 330 centímetros cúbicos de un porrón arrancado de la rutina y se le perdone otro poco la condena por ser lunes.

En Chivilcoy, entre las zanjas y los edificios altos, la historia vieja y el porvenir desconocido, el moribundo y el médico, Bartolo y Nicola, siempre supimos lo que teníamos y lo que nos hacía falta. Habrá que preguntarle al procurador Carlos Armando Costanzo, quien no hace mucho nos relatara los comienzos de la fábrica de cerveza Rothenburger Hnos., fundada en 1876, bajo qué circunstancias se reunían aquellos pioneros chivilcoyanos, cuando abandonaban por un rato los mates a la sombra de cualquier ombú, por una cerveza helada derramándose en los vasos como una lluvia que suena con ganas después de la labranza. ¿Se juntarían las bocas resecas en La Colorada y en El Recreo en aquel viejo Chivilcoy donde cada esquina era principio y terminación de todas las cosas? Habrá que preguntarle a Costanzo, si más de sesenta años después, Cortázar y Zerpa, recién bañados y salidos de la pensión Varzilio o tras ver el estreno en el Metropol de “La sombra del pasado”, no eran como cualquier transeúnte que compadecidos de su suerte y renegando de un mal día, iban por la cerveza a escribir poemas de las cosas vivas y las horas muertas en esta tierra.

El chivilcoyano, común y silvestre, sabe que la cerveza tiene una conducta vivaz y un movimiento de acercamiento voluntario. El vino y el whisky esperan en la oscuridad solemne igual que se espera un momento crucial o la muerte con una capa negra, pero la cerveza de luces doradas chorrea y se mueve como olas bravas y se saborea como si estuviésemos invictos en la peliaguda vida. Para eso sirve la cerveza. Aunque no es debido buscarle un motivo utilitario. De esa piel cercana a la transparencia y con la picada de quesos sin queja, del vaso transpirado de pequeñas gotas como astillas de cristal y con el dibujo de sabor columpiándose en los labios, es posible sorber un trago que abra la garganta que se ocupan en cerrar las cotidianas tragedias. Común y silvestre, el chivilcoyano, pero conocedor del atajo, todavía frío, hacia ese punto alejado del calor inaguantable de ríos rubios que inundan las avenidas que circunvalan y los accesos, porque la cerveza se mueve a mano y contramano y une los barrios que se separan por accidentes sociales más que geográficos.