Reflexiones
Dios quiere
Por Lucas CortianaUn día antes de salir de viaje, un amigo me preguntó si podía acompañarlo a Loncopué y Caviahue. Yo que creo en el ocio productivo como en el único lujo de buen gusto, le dije que sí; además, ya habían pasado dos temporadas desde mi última vez en la nieve y apenas si quedaba un recuerdo gélido en el alma y casi ninguno en los ojos. La invitación imprevista y los tiempos inminentes no eran un problema, como no lo es la interrupción que una flor silvestre le hace al básico pavimento al nacer entre sus grietas. Se debe atender a la vida con urgencia.
Me dijo mi amigo, por mensaje, «Salimos mañana, si Dios quiere». «Si Dios quiere», también, le contesté.
Ese viernes fui a hacer compras y volví con un mercado básico para una ruta de catorce horas, más lo que pude saquear de las despensas hogareñas. Bajé un cambalache musical de Morricone, Arctic Monkeys, La Delio Valdez y Creedence y me aseguré de que no me faltara una provisión de lecturas para cuando los silencios nos fueran dispersando.
No soy capaz de entender la razón de los viajes, solo obtengo impresiones momentáneas, visiones torpes: vuelvo a casa atribulado; los motivos ocultos los veo algunos años después y en ese momento es como si al fin pudiera desempacar, ordenar las sensaciones y pegar los imanes en la heladera.
De alguna manera, siempre vienen a mi mente las palabras de doña Rodríguez en el Quijote: «Dios nos echó en el mundo, Él sabe para qué». Sin más, puse en el bolso una edición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Editorial Estrada, que me habían regalado de chico.
«Si Dios quiere», volví a decirme, como regla estricta para emprender el viaje.
Abrí el libro de madrugada entrando a La Pampa. El Capítulo II trata de la primera salida que hizo de su tierra el caballero imaginado por Cervantes, con la intención de «irse por todo el mundo a buscar las aventuras». Antes, había atendido a las condiciones básicas del viaje que su «rematado juicio» le dictaba, a saber, acondicionar sus armas cubiertas de moho, elaborar una celada de cartón y poner nombre a su caballo. Por lo general, la rutina se hace cargo de la suerte de los hombres. Devora los días y es posible recitar de memoria los episodios idénticos de los años que pasan. Copias fieles del tedio. Leo que el Quijote «salió al campo, con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo». Siendo que la vida es un lance, perderse ciertos riesgos es como perderse una fortuna en felicidad.
Siempre y cuando, Dios quiera.
Si no fuera porque todo hombre tiene una relación con Dios, andar por este mundo no tendría esa obligatoriedad casi espiritual, inquietante, y la fe de que algún misterio, en algún momento, puede revelarse. Una relación con la muerte, también, y viajar, por lo tanto, es como escaparle un poco, andar con el rumbo de un superviviente, gastar las botas que se nos han prestado. Algo parecido pasa con los libros que leo y las hojas que escribo. No hay sobrantes en las horas que disponemos que justifiquen la monotonía.
Me di cuenta que en la ruta es más sencillo contestar a la pregunta «¿Usted cree en Dios?» También lo es cuando cae la nieve en Caviahue y las araucarias intentan alcanzar el cielo con sus puntiagudas ramas. Y haber llegado y luego volver a casa a esperar la revelación que nunca es inmediata ni absoluta y aparece alguna noche perturbando el sueño. Leo el Quijote y viajo, tomo cerveza en la montaña y saco las piedritas de las botas, contengo el aliento para que no se escape la vida y levanto las manos para alcanzar la luz. El viaje siempre sabe lo que yo ignoro. Y Dios, estoy seguro, sabe por qué nosotros y el mundo.