Opinión
El arte adivinatorio de la Literatura
Por Jimena VillarLa literatura es un dispositivo que funciona como puente entre distintos mundos y significados. Cuenta historias; esconde símbolos; entra y sale de laberintos; y provee conocimientos del mundo entre tantos otros baluartes. De todas estas facetas, la que más me fascina es su dimensión de oráculo, sobre todo en ciertas novelas clásicas. Me deja pasmada el hecho de que narrativas de principios del siglo XX hayan vaticinado tantos acontecimientos de la agenda del Nuevo Orden Mundial con tanta precisión. Muchos de estos sucesos aún están en estado embrionario pero están haciéndose cada vez más visibles. Por supuesto que también estas obras han reflejado los contextos de su época atravesando sus líneas históricas correspondientes, pero repito, me encandila su arte adivinatorio, aunque también me irrita sobremanera.
Entre las primeras teorizaciones que se hicieron sobre la Literatura estaba aquella que la ligaba al ocio, y que me disculpen los renombrados críticos literarios, pero es una de las acepciones que más me gusta: leer por placer y porque no tengo otra cosa que hacer; o porque prefiero obviar mis responsabilidades para entrar en las páginas que son como boletos de un tren hacia varios infinitos. Todos los lados del aleph. Sí, adoro el ocio. Y me enoja que en mi trance de holgazanería lectora, donde pretendo evadirme de este mundo odioso y colmado de desesperanza, me encuentre leyendo sobre actualidad pura: política, sociedad, psicología, sociología, avance científico y tecnológico.
Abro “El proceso” (1925) de Franz Kafka. Un personaje padece y sufre la incertidumbre de una acusación en su contra la cual desconoce. Será juzgado. No sabe cuándo ni cómo. Oficiales de uniforme y de civil, funcionarios amantes de la burocracia, un ministerio que tiene más recovecos que una tumba egipcia y un grado de ridiculez constante que por momentos da gracia, pero por otros desespera. Hay tanto que quiero decir de esta obra, pero el espacio es acotado; con lo cual apelo a una burda lista: asambleas políticas que parecen un show teatral; la crítica al ámbito legal y judicial; supersticiones en lugar de sentido común; el arte supeditado a la ley, entre otros. Como siempre los dichos populares son más sabios que cualquier máxima filosófica: “más viejo que la injusticia”.
Paso rápidamente a George Orwell y sé dónde me meto, porque gran parte de su obra se basa en la crítica a los gobiernos totalitarios, sean de izquierda o de derecha. “Rebelión en la granja” (1945) -antes se daba para leer en la escuela-, simpática historia de animalitos que se rebelan contra los humanos explotadores para vivir bajo el amparo del socialismo. Alegría total y el poder en el pueblo, hasta que lamentablemente, los cerdos, que comienzan a erigirse como los mandamás que toman las decisiones más importantes, empiezan a vivir a costa de los demás, disfrutando de todo tipo de privilegios. Quienes se muestran disidentes, deben dejar la granja. Se sabe que está inspirada en el régimen de Stalin, pero más allá de este momento de producción de la obra, no dejo de encontrar semejanzas con la pragmática de la política actual. Las aves y las ovejas son las más idiotas. Analfabetas, dominables, como todo rebaño custodiado por un Border Collie -obsérvese cómo este animal también se utiliza en la religión como símbolo de fidelidad-. Pero Orwell arremete de nuevo y a mi juicio con más fuerza en “1984” (1949). Acá hay una serie de claves interesantes que tampoco, por la tiranía del espacio editorial, puedo desarrollar profundamente. Remarco la manipulación a través del lenguaje: algunas palabras pierden sus significados más políticos, otras se transforman en blasfemias y existe el delito conocido como el “libre-pensar” que persigue la policía del pensamiento. Y vaya si en el mundo actual hay policías del pensamiento que aman llamar fascista a cualquiera que ose pensar distinto. La tendencia woke, progres con Osde, los social justice warriors y la Cultura de la Cancelación son ejemplos clarísimos de los que llevan la gorra ideológica encarnada, señalando constantemente con el dedo acusador. Es como en las distopías, nos quieren hacer creer que son los buenos…
También ocurre algo con el concepto de historia que me amarga por su contemporaneidad: esta se reescribe todo el tiempo; se borra lo que no coincide ideológicamente con el gobierno, se cambia de amigos a enemigos constantemente. Se eliminan los dichos del Gran Hermano y se niega que dijo lo que dijo o que mandó a hacer tal cosa. Se prohíben libros y canciones (como ocurrió en nuestro país en el ‘76) y la población sobrevive con escasos recursos y de vez en cuando se da gustos gracias al contrabando, como por ejemplo algún chocolate. La oda diaria al Gran Hermano emociona a sus simpatizantes y atemoriza a los disidentes que deben fingir emoción o pueden ser denunciados por estar en contra de la feliz tiranía con tintes místicos de teocracia. Se descubre también una traición amorosa ligada a la política. Por fin algo de drama pero se (me) interrumpe con la alarma de la intertextualidad (o la casualidad, no lo tengo claro). Descubro que existe exactamente el mismo final en “La alternativa del diablo” (1979) de Frederick Forsyth. Un juego de pasión entre espías que nuevamente decanta en una traición. Pero el enganche con las noticias de hoy tiene que ver con que la trama transcurre durante la Guerra Fría, hay un problema agrario y unos rebeldes judíos ucranianos pelean por liberar de Ucrania de la URSS. Otra vez, siento respirar el presente.
Aprieto estas líneas. Las exprimo. Quiero que entre “Un mundo feliz” (1932) de Aldous Huxley, seguramente el inspirador de Orwell. De esta joya, lo que más me interesa remarcar es la pérdida de la individualidad para que la humanidad sea una mera masa que ya no nace “naturalmente” sino en laboratorios. Tener padres es asqueroso en dicha sociedad, y justamente “el salvaje”, personaje antagonista, es el único que ha nacido del vientre de una mujer y que ha leído a Shakespeare. En esta distopía también se ha eliminado la literatura y el arte y se repiten mantras sin sentido para explicar la realidad. A su vez aparece la desigualdad social y me atrevo a argüir que es una crítica al capitalismo salvaje. En esta obra, los humanos se producen y diseñan genéticamente para distintos usos. Los más descerebrados y a su vez, los más felices son los Epsilones, ocupados de las peores tareas que son al mismo tiempo su única razón de existencia. Se promueve el sexo libre y sin compromiso. Pero la contraparte es que se normaliza instar a los niños a practicar juegos sexuales. Dejo que a cada quien se le disparen destellos de asociaciones con los estragos del mundo actual, creo que a mi entender son obvios. También, las personas viven constantemente bajo los efectos del soma, una droga multipropósito que los calma y estabiliza. Por eso no existen los disturbios.
Ahora tengo que poner fin a este recorrido que lamentablemente no le hace ningún tipo de justicia a la obra de estos tres genios. Es tanto lo que puede analizarse, como ya lo han hecho los expertos, que este texto, en comparación, no es más que un mero comentario de ascensor. Quiero concluir con este textual de Un mundo Feliz que se da entre el interventor, burócrata representante del Estado y el salvaje. Este último le ha cuestionado por qué en la construcción de esta nueva y moderna sociedad no existe ni el arte ni los libros: “Nuestro mundo no es el mundo de Otelo. No se pueden fabricar coches sin acero; y no se pueden crear tragedias sin inestabilidad social. Actualmente el mundo es estable. La gente es feliz; tiene lo que desea y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto, a salvo; nunca está enferma; no teme a la muerte; ignora la pasión y la vejez; no hay padres ni madres que estorben; no hay esposas ni hijos ni amores excesivamente fuertes”.