Lucas Cortiana
Argentina del mar
Hay países de mar y países de tierra. De barcos y de caballos, de puertos y de palenques.Toda identidad nacional precisa de la huella que lo defina, como un DNI histórico y cultural, sea en la arena con los pies descalzos o con las botas de caminar el campo.
Que Grecia es de mar, con toda su épica de Ilíada y Odisea, de naufragios y navíos errantes por el Mediterráneo, de una Helena raptada cada noche en un libro donde un estudiante lea los hexámetros homéricos, no hay dudas; como tampoco las hay de los nórdicos cuyas sagas relatan funerales en barcos en llamas o de las británicas islas de quien Borges escribió una vez “El mar de Trafalgar./ El que Inglaterra cantó a lo largo de su larga historia,/ el arduo mar…” y donde Coleridge se inspiró para su “Balada del viejo marinero”. En un país de mar no es concebible otro aroma que no sea el de la cocina de los peces ni otro murmullo que el de las olas que Dios sepultó vivas en el fondo bien profundo de las caracolas. Y los pueblos con mar saben que el agua posee las mismas propiedades del perdón, que lava, cura y olvida.
Pero Argentina es de tierra. O al menos lo es de abril a noviembre, cuando el trajín y la rutina doméstica y burocrática nos enlazan a escritorios, oficinas, autopistas, bancos y celulares, productos del mundo para el mundo, de la tierra para la tierra. Pero Argentina es de tierra por los motivos correctos, al fin y al cabo, aquellos artificios no definen una identidad particular, con la ligazón global que empareja a las gentes hacia abajo, otra vez, a lo térreo, duro y tosco de las voluntades. Así como los poetas europeos definieron su alma marina con versos del azur etéreo y añil, la literatura gauchesca ayudó a determinar la esencia de pampa y verde, y de amarronada ruralidad. Bartolomé Hidalgo, Hilario Ascasubi, Estanislao del Campo, Antonio Lussich y José Hernández, dieron fundamentos líricos sobre locomoción y costumbres (“Mozo ginetazo/ […] Capaz de llevar un potro/ A sofrenarlo en la luna”)[1], fauna y mordacidad (“se ha quedado el infeliz/ como avestruz contra el cerco”)[2] y las postales que le eran familiares al gaucho, al indio, al criollo y al mestizo: en los primeros versos de “Santos Vega”, Rafael Obligado traza con su pluma la “sombra doliente sobre la pampa argentina”, el “ancho campo” y el rayo que “hiere al ombú”. El gen argentino, por cuestiones geográficas, económicas y bélicas, se desarrolló, en un gran porcentaje, de espaldas a las costas, con la figura de Martín Fierro como emblema, incrédulo de las ciencias y artes marinas.
Aún así, esta Argentina, la moderna Argentina que sabe conciliar crisis con placer y devaluación con pequeños ahorros prestados de la canasta básica, reconoció al mar y se enamoró. De diciembre a marzo, el hombre que arrastró los pies polvorientos, tiene su sábado de descanso. La razón de este idilio veraniego fue (es) turística, una noción desconocida para los escritores de hace doscientos años, y vacilante para los trabajadores hasta 1945 cuando la Secretaría de Trabajo y Previsión proclamó el derecho de gozar de un período de vacaciones pagas. Desconozco si algún poeta le habrá regalado sus versos a la sonrisa del hijo del proletariado al ver el mar primero e interminable, existente sólo en la brillante noche de un buen sueño, una sonrisa que se puede rastrear hasta este último verano caliente que se termina con los argentinos zambulléndose en todos los balnearios desde San Clemente hasta Las Grutas, una sonrisa que no puede reconocerse en los misteriosos cantos de Coleridge porque la idiosincrasia británica de ayer, hoy y siempre no acepta mayas y sombrillas multicolores ni choclos ni aguas calientes para los termos sedientos. El argentino que trabaja busca en el mar, refugio de la tierra. Es una quincena o el tour de cuatro días en el colectivo, porque la espera vale aunque sea un rato de playa, porque de a ratos de historia nueva, en movimiento pleamar o en siestas de reposera, de desayunos en los hoteles del sindicato, Argentina revuelve tierra con mar, las uñas sucias de las miserias de todos los días son lamidas y hasta la siguiente vacación, la Argentina del mar se perdona a sí misma y se lava.
[1] Fausto, Impresiones del gaucho Anastasio el Pollo en la representación de esta Ópera (1866) de Estanislao del Campo.
[2] Cielito patriótico que compuso un gaucho para cantar la acción de Maipú (1818) de Bartolomé Hidalgo.