Por Carlos Dellepiane
Las arañas del concejo deliberante
Un viernes, cuando me desempeñaba como intendente, Pampa Cura –un hombre que por sus importantes contribuciones a la vida social siempre ha sido una referencia para todos nosotros y también para muchas personas fuera de Chivilcoy- me dice “Carlitos, mañana recibo la visita de un amigo, el platero Juan Carlos Pallarols y desea ver las arañas del Municipio. Será posible facilitarle el acceso al edificio? También va a necesitar una escalera”. Al día siguiente me reúno con ellos y nos dirigimos al salón del Concejo Deliberante. Pallarols sube por la escalera y examina las arañas. Sin descender, vuelve su cabeza hacia nosotros y nos dice “Ustedes saben lo que tienen aquí? Son Osler legítimas, cada pieza esta numerada, eran fabricadas en Inglaterra por los hermanos Osler y se vendían en buena medida en Sudamérica para edificios públicos y grandes estancias. Los estancieros de ayer eran los petroleros de hoy”. Yo no lo sabía a pesar que había sido concejal un tiempo atrás. Desde entonces miro estas arañas pensando en su recorrido.
Fueron instaladas cuando se inauguró el actual edificio en 1900. Son la manifestación de una Argentina opulenta, habitada no obstante por un pueblo humilde. Fue así como con el paso del tiempo estas lámparas pudieron ver el ascenso de los sectores medios y por fin la incorporación de los trabajadores organizados a la vida política.
Desde hace 100 años se empeñan en iluminar a nuestros representantes, encadenando etapas. No pretendo atribuir vida a cosas inanimadas. Uso la figura para señalar, a partir de su carga simbólica, la idea de continuidad propia de los procesos históricos. Una ciudad –también un país- es un libro donde cada generación escribe una página. Ninguna encontró un terreno baldío.
La historia es la experiencia de los pueblos y esta deja enseñanzas que no debemos desatender. El conocimiento del pasado permite identificar errores para no repetirlos. También ayuda a comprender el presente y asomarnos al porvenir. No es posible vivir en un continuo presente. Necesitamos tomarnos de algo. Por ello nos desarrollamos sobre lo que recordamos. De allí que el pasado nos sea tan necesario como personas y como comunidad.
Los hechos puros y duros del pasado son una cosa y las variadas interpretaciones que se pueden hacer con ellos, son otra. Los sucesos no deben mirarse de arriba como se miran las hojas secas, sino de frente con los ojos bien abiertos para que nada escape, sin acomodarlos a nuestra conveniencia, sin eludir aspectos sórdidos o crueles, sin concluir que lo sucedido no podía no suceder, porque este concepto deja afuera la voluntad humana para diseñar el destino colectivo, sin juzgar acontecimientos o personas olvidando circunstancias de tiempo y lugar, error en que se incurre con alguna frecuencia cuando se recrea el pasado desde el presente. No debemos juzgar hechos ocurridos hace 200 años con la vara de hoy.
A propósito, el film “La Inglesa y el Duque” basado en las memorias de Grace Elliot, una aristócrata inglesa amiga del Duque de Orleans, titulada “Diario de mi vida durante la Revolución Francesa”, describe un drama humano repetido: las revoluciones alimentadas con sangre se van comiendo, uno a uno, a sus protagonistas. Pero la curiosidad de este trabajo está en la minuciosa reconstrucción de época. Los espectadores, que son transportados más de 200 años atrás, encuentran extraños los movimientos y el lenguaje de los personajes, pero así se daban por entonces. Presentarlos de otro modo significa adulterarlos. Dentro de 200 años los extraños seremos nosotros. Las que no son creíbles son esas superproducciones americanas sobre la Antigua Roma donde los miembros de la corte imperial actúan como si estuvieran asistiendo a un partido de beisbol. Solo les falta comer pochoclo.
Hace poco un vecino me trajo saludos de Pallarols, a quien no veo desde aquella visita, pero su descubrimiento me acompaña desde entonces.
Carlos Dellepiane