Por Carlos Dellepiane

Cohesión política

jueves, 5 de abril de 2018 · 00:00

Semanas atrás Vladimir Putin obtuvo, con el 76 % de los votos, su cuarto mandato como Presidente de la Federación Rusa. El resto se repartió entre comunistas y liberales. Su partido, Rusia Unida, se define como “conservadurismo ruso” por su defensa de los valores tradicionales. La familia en primer lugar.

Rusia ha sido un imperio con los zares, lo fue durante el comunismo, y lo sigue siendo en la actualidad en su versión de regreso a la propiedad privada. Más allá del tipo de estado, Rusia, como toda construcción histórica de gran volumen, tiene intereses económicos y militares permanentes en el mundo. El acercamiento de Putin a la Iglesia Ortodoxa se explica porque el cristianismo contribuye con su prédica a la cohesión de esa Nación. Lejos han quedado los días en que Stalin ordenó dinamitar la Catedral de Cristo Salvador en Moscú.

Así las cosas, no debe sorprender la foto que acompaña esta nota. Allí se ve a Putin entrando a las aguas heladas del Lago Seliguer con motivo de la celebración de la Epifanía del Señor mientras un grupo de sacerdotes que portan estandartes con íconos del cristianismo oriental, completan la escena.

Este rito, que tiene lugar en toda Rusia la noche del 18 al 19 de enero consiste en bañarse en aguas heladas de ríos y lagos con fines de purificación y renacimiento. Alrededor de dos millones de personas, de todas las edades, participan cada año de esta antigua tradición cristiana.

No sé cuáles son las convicciones religiosas de Putin. Sabemos que hizo su carrera en los servicios de inteligencia y policía secreta de la ex Unión Soviética, de modo que tal vez no se trate de un discípulo del Apóstol San Andrés, pero sí de un hombre que entiende muy bien los alcances políticos de la religiosidad del pueblo. La mencionada necesidad de cohesión social es la razón por la cual Putin se santigua y se mete en el agua con 12º bajo cero.

Nosotros no podemos pretender que nuestros Presidentes se sumerjan en agua helada, pero sí que trabajen para que las decisiones que se adopten jamás pongan en riesgo la unidad y la cohesión de la Nación. 

El cristianismo lleva 20 siglos en el mundo. Esta permanencia, por si sola, nos está señalando que consulta necesidades espirituales de los seres humanos. Bien se ha dicho que el hombre es mucho más que el resultado de una carambola de la química del carbono. La Iglesia, al estar conformada por hombres, no está al abrigo de reproches, ni puede estarlo. Sin embargo en muchas de las descalificaciones que recibe asoma con nitidez un propósito político: desacreditarla para restar autoridad a su mensaje de cohesión social, de recíproca comprensión entre los hombres, de orientación de la convivencia hacia el bien común.

Mientras los grandes centros de poder se consolidan para asegurar sus intereses, las dirigencias de los países de menor porte, que buscan un lugar bajo el sol, deberían protagonizar un acto de inteligencia consistente en acordar caminos transitables que alejen el riesgo de fracturas políticas. Cuando los enfrentamientos se llevan a un punto de no retorno comenzamos a caminar sobre una delgada capa de hielo. La ruptura del frente interno de un país siempre es seguida por el traslado de las disputas de las potencias a su territorio. De inmediato aparecen las “ayudas” a los bandos en pugna. Con ellas los actores locales terminan perdiendo el control de la situación y la evolución del conflicto continua en otras manos. De allí al caos hay un paso. La lista es larga pero alcanza con mirar Venezuela. Allí podemos ver con bastante claridad cuantas manos hay en ese plato.

 

Carlos Dellepiane

 

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