Reflexiones

Del Malecón al Tren de Aragua: espejismos y violencia en el Caribe

Por Lucas Cortiana
domingo, 7 de septiembre de 2025 · 08:01

I

El mar Caribe siempre fue un escenario ambiguo, variable como el movimiento de las olas, inestable como el clima tropical. Como ninguno, ha sido la definición de la contradicción, a la vez componiendo la imagen azul de la libertad y el poder natural, pero supeditado a fronteras políticas de tierra y piedra, o conviviendo con la paradoja de ser promesa de fuga y, a la vez, cementerio de esperanzas.

Cuando fui a Cuba hace algunos años, por ejemplo, aún regía la política establecida por Clinton de "pies secos, pies mojados". Los cubanos que eran interceptados en el mar (pies mojados) eran llevados de vuelta, pero los que llegaban a Estados Unidos (pies secos), podían quedarse. Para entonces, ya había pasado la “crisis de los balseros” pero aún vibraba en el aire una leyenda o una ilusión –acaso sean la misma cosa- de que era posible ver las luces de Key West desde el Malecón de La Habana. Así que una tarde estiré las horas en la Plaza de la Catedral escuchando a los músicos callejeros tocar canciones de Compay Segundo y esperé a la noche más oscura para luego sentarme en la muralla ilusionado con percibir aquellos destellos. Pero desde el Malecón no se ve nada, sólo la negrura interminable del mar, un horizonte apenas cortado por los yates extranjeros que brillan con sus fiestas con mulatas y mojitos, o por el parpadeo de un avión fuera de alcance. Y, sin embargo, miles de cubanos se sentaron allí, convencidos de que más allá de esa sombra podía verse una ciudad eléctrica de abundancia. Era un espejismo emocional.    

En ese mar, pero esta vez entre Venezuela y Trinidad y Tobago, ocurrió un episodio que parece extraído de un guion bélico más que de la rutina clandestina de las rutas marítimas cuando una embarcación con once pasajeros fue interceptada y destruida por fuerzas estadounidenses. Marco Rubio, el Secretario de Estado de los Estados Unidos, dijo sobre el ataque al barco: “Por órdenes del presidente [Trump], lo hicimos estallar”. El video del ataque circuló con la crudeza sin edición a la que nos tiene acostumbrados esta era digital, donde todo es un espectáculo. El mar mismo se convirtió en un Reel de Instagram, trayendo la materialidad embrionaria de una posible guerra a nuestras pantallas, con la frivolidad de un video viral de TikTok.

II

Hablando del poder manipulador del lenguaje, Eduardo Galeano escribió que las organizaciones criminales más violentas, se han amparado con nombres que al menos, ocultan su verdadero rostro, cuando no dominan o explotan. Así, “se llaman Convivir algunas de las bandas que asesinan gente en Colombia” –dice Galeano-; “Dignidad era el nombre de uno de los campos de concentración de la dictadura chilena y Libertad la mayor cárcel de la dictadura uruguaya; se llama Paz y Justicia el grupo paramilitar que, en 1997, acribilló por la espalda a cuarenta y cinco campesinos, casi todos mujeres y niños, mientras oraban en una iglesia del pueblo de Acteal, en Chiapas”.

En Venezuela, el Plan Socialista Nacional de Desarrollo Ferroviario de 2006 incluía la instalación de un tren en el estado de Aragua que daría nuevos bríos a una zona que en 2024 registró el índice de pobreza más alta del país. El proyecto nunca llegó a concretarse. Lo que sí surgió, en cambio, fue un grupo radicalizado de trabajadores decepcionados que derivó en delincuencia organizada. Comenzaron a llamarse Tren de Aragua.

El Tren de Aragua terminó ejerciendo una forma torcida de cumplimiento de aquellas promesas iniciales. Proveyó empleo donde el Estado no llegó, garantizó ingresos en los márgenes de la miseria y extendió un simulacro de bienestar que se sostuvo en el contrabando y la extorsión. En Aragua el tren nunca circuló, pero sí lo hicieron los dólares de la economía criminal, como una inversión perversa que otorgó lo que el desarrollo había negado.

III

Las versiones del ataque al barco en aguas caribeñas, naturalmente, se contradicen. Para Washington, la lancha pertenecía al Tren de Aragua; para Caracas, en cambio, se trató de una invención, un montaje de imágenes manipuladas que pretendía justificar una agresión. Entre ambas narrativas, -relatos políticos, que como todos, difunden una versión de la realidad- flotan once cuerpos que ya no pueden defenderse ni confirmar nada. Como tantas veces, la verdad naufraga antes que las certezas.

Pero la escena posee un aire de anacronismo. Los misiles dirigidos contra una lancha de motor; la asimetría entre la tecnología militar y la fragilidad de un bote cargado de hombres recuerda la desigualdad misma de la región donde Estados Unidos exhibe su arsenal frente a comunidades que apenas sobreviven. Sin embargo, el Caribe no es inocente. Desde hace siglos ha sido corredor de mercancías, legales o no; tránsito de esclavos, ron, armas, drogas. Ese mar, que se ofrece en las agencias de turismo como una postal de azules tranquilos, guarda un historial de contrabando y violencia que ahora se repite bajo el disfraz de la geopolítica contemporánea.

La reacción de los líderes osciló entre el aplauso y la indignación. Hubo quienes celebraron la “limpieza” como un acto de firmeza (Kamla Persad-Bissessar, primera ministra de Trinidad y Tobago, dijo que “Estados Unidos debería matar violentamente a todos [los miembros de los carteles]”), y hubo quienes denunciaron la extralimitación de un país que actúa sin esperar permisos ni acuerdos internacionales. No obstante, más que los discursos, lo que persiste son las imágenes. Aunque Estados Unidos haya desclasificado el video, el bote reducido a llamarada, la estela humeante sobre las olas, la rapidez con que el mar devora toda prueba quedan en la memoria de elefante de YouTube. 

Por eso, es probable, que sea tan inquietante el hecho como su banalización. Que un ataque semejante pueda difundirse como clip en redes sociales, repetido hasta volverse rutina visual, señala un cambio profundo. El terrorismo, la guerra, la defensa armada de una política ya no se libra solo en los campos de batalla ni en los cielos donde los drones vigilan, persiguen y aniquilan, sino en la mirada de un público que se ha fascinado con una forma de control fascista y se alegra cuando le permiten adoptar la forma de Gran Hermano. Y el Caribe es, como todo espacio mítico o como un reality global, un espacio donde todo se sucede al mismo tiempo y con igual intensidad: el tránsito ilegal y los naufragios, los sueños de Miami, la violencia, los clips modernos.

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