Reflexiones
De bibliotecas infinitas a bibliotecas censuradas
Por Lucas CortianaI
No precisó imaginar, Borges, una biblioteca invisible; su ceguera prematura le negó ver la luz de los libros, la sombra sobre sus lomos, el polvo acumulándose en las cubiertas, el óxido avanzando sobre las páginas. Pero imaginó bibliotecas imposibles, perfectas, infinitas. En “La biblioteca de Babel” (Ficciones, 1944), especuló un universo formado por todos los libros posibles, en inabarcables anaqueles: “Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad”, dijo.
Tampoco pudo imaginar bibliotecas arrasadas. Ni aquella biblioteca ficticia ni la suya personal padecieron el silencio brutal del vaciamiento; incluso cuando los Purificadores del cuento borgeano “creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles”, seguían existiendo otros “facsímiles imperfectos de obras que no [diferían] sino por una letra o por una coma”. Es decir, cualquier Inquisición ejecutaba una censura vana.
Bradbury fantaseó un fin de los libros en Fahrenheit 451; lo mismo Walter M. Miller con su Cántico por Leibowitz. Sin embargo, Borges, que se definió a sí mismo mejor lector que escritor, fue incapaz de esbozar una historia que contuviera el mito de un mundo sin bibliotecas.
II
En agosto, los talibán prohibieron más de seiscientos libros escritos por mujeres en las universidades de Afganistán. La orden que clausuró la voz de las que escribieron fue más vil por su desvergonzada arbitrariedad, una que no consiguen ni el polvo ni el abandono ni la muerte lenta en los estantes que no atraen lectores. No duele tanto el anuncio —publicado en el Independent Persian— ni la retrógrada lista de cincuenta páginas catalogando los libros prohibidos que devuelve a los días del Index librorum prohibitorumsino de la Iglesia Católica ni la noticia que se pudo leer en los diarios del mundo esta semana, sino la escenografía que evoca páginas apiladas como despojos, la lengua femenina reducida a residuo, el eco de las aulas donde algunas palabras ya no podrán pronunciarse.
Lo terrible de la censura es que convierte al libro en un fantasma, sin conformarse con matarlo. Un fantasma que persigue a quienes lo recuerdan y a quienes saben que nunca podrán leerlo. Y lo terrible de la prohibición es que mutila, sin conformarse sólo con borrar. Cuando un libro desaparece, amputa la memoria cultural de un país y fabrica un futuro donde las mujeres no existen más que como objeto narrado por otros. Esa amputación es política, pero también íntima, porque cada estudiante que abre un programa de estudios sin la firma de una mujer lleva en su conciencia una ausencia que es, al mismo tiempo, disciplina y castigo.
No casualmente hay sólo dos figuras femeninas imprescindibles en la literatura del Oriente Próximo y del Oriente Medio. Una de ellas es Scheherezade, el personaje de Las mil y una noches, una colección de cuentos tradicionales que representan la Edad de Oro islámica y la diversidad cultural del mundo islámico medieval. La otra es la Reina Ester, cuyo libro forma parte del Antiguo Testamento, que narra la salvación del pueblo judío del exterminio por parte de los persas y cuya fecha se sigue conmemorando al día de hoy en la fiesta del Purim.
La historia de Scheherezade es contada por uno o varios narradores anónimos; la de Ester, por su primo Mardoqueo. Quizás ese sea alguno de los motivos por los que sociedades patriarcales admiten tal protagonismo.
III
Los talibán entienden que la universidad es un campo de batalla. Por eso no sólo censuran libros sino también eliminan cursos, purgan profesores, reescriben planes de estudio. La maquinaria burocrática sirve aquí a una especie de fantasía medieval en el que la mujer piensa en voz baja o no piensa. "Dada la mentalidad y las políticas misóginas de los talibanes, es natural que cuando a las mujeres no se les permite estudiar, sus opiniones, ideas y escritos también sean suprimidos", expresó Zakia Adeli, exviceministra de Justicia y una de las autoras cuyos libros figuran en la lista de prohibidos.
Al final, lo que buscan es un país sin memoria femenina, una sociedad donde la lengua de las mujeres exista solo en la intimidad del susurro o en la clandestinidad de un cuaderno escondido. A su vez, la prohibición misma revela el miedo que nadie admitirá, de que esa voz, incluso mutilada, persista en lugares imposibles de alcanzar, como la mente del individuo y la memoria colectiva.
IV
La historia de los libros arrojados a las hogueras suele repetirse como una condena infernal contra la palabra. De la Inquisición al nazismo, de las dictaduras latinoamericanas a esta Kabul cercada. La dictadura militar argentina hizo lo propio con libros que pudieran generar “conmoción interior”, un concepto demasiado amplio que justificaba el secuestro de Un elefante ocupa mucho espacio de Bornemann hasta El principito. En cada caso se repiten insistentemente los mismos verbos contra la fragilidad de las páginas: quemar, tachar, prohibir. En Afganistán o en cualquier punto del globo, el objeto de la represión nunca son las ideas abstractas, sino la posibilidad de una forma concreta de materialización. Puede ser un elefante que no quiere hacer huelga que movilice a obreros, la naturaleza humana que busca libertad o la voz real y definida de las mujeres escribiendo y pensando por sí mismas.
Mientras el mundo recicla sus milenarias formas de censura, pareciera que la única resistencia posible consiste en imaginar bibliotecas, como lo hizo Borges, lugares donde ningún índice clausure. La imaginación de lo inabarcable, como una forma discreta de insurrección.