Reflexiones
Escribir en los cafés
Por Lucas CortianaNo tengo la costumbre de escribir en cafés. No importa que casi a diario me siente en Ambrosía por mi café con leche y medialunas saladas y que casi a diario escriba: esos dos universos no dan con la intersección solidaria y la relación es nula. Nunca me sentí parte de esa mitología de las mesas con mármol blanco, del murmullo de fondo que se confunde con el pensamiento, de la taza humeante como símbolo del fervor creativo. Los célebres escritores han utilizado ese espacio como una forma de expansión de su escritorio, un ensanchamiento de su biblioteca; para mí, los cafés son una distracción más simpática que bohemia que inutiliza el flujo de ideas literarias. Por eso, suelo ser más lector que escribiente en estos lugares: abro el diario contra la enorme puerta vidriada para mirar de reojo a los autos que pasan por la Rivadavia, dejo que la luz se filtre entre las palabras impresas y me entrego al ritual de leer sin propósito, en igual medida de hábito y deseo. Sin embargo, este viernes lluvioso (había escrito “amenazante de lluvia” a las diez de la mañana) hice algo distinto: decidí escribir.
La decisión la tomé el jueves, a modo de plan y de experimento. Antes del refucilo de las once, el diario ya estaba leído, del café sólo quedaban sus taninos en las paredes de la taza, y mi cuerpo —tal vez mi cuerpo antes que mi mente— forzó un gesto de inscripción, un movimiento hacia el lenguaje. Así, saqué la notebook de la mochila y me puse a escribir estos párrafos, apenas con una convicción romántica de atrapar el instante.
Pensé en Machado escribiendo en el Café Comercial de Madrid, del que Ángel Antonio Herrera describió como algo más que un “gran café de tertulia, con prólogo o epílogo en la mítica barra de medio desperezo […]. Un cruce de café y barra, de tertulia y cita, de vermú de tránsito y coñac de demora”. Recordé a Hemingway, en el Floridita de La Habana, copas de por medio, o en La Terraza de Cojímar en Cojímar, una localidad pesquera que lo inspiró para escribir El viejo y el mar y de la que escribió en Islas a la deriva: “había llegado al bar una luminosa mañana de primavera. Había allí unos cuantos borrachos, rezagados de la celebración de la noche anterior”. Y en Cortázar, que se sentaba a escribir en el Old Navy de París porque en sus primeros años en la capital francesa —según un artículo del National Geographic— era muy pobre y en las cafeterías podía buscar refugio y calor del invierno parisino. En todos ellos pensé no como modelos, sino como una suerte de compañía. Tal vez escribir en un café no sea una excentricidad, sino una forma de inscribirse en cierta tradición difusa, de formar parte aunque sea por un día de una fraternidad errante que escribe en público, como si fuera una forma de conversación silenciosa con los otros: con los que caminan por la vereda bajo un paraguas, con la mesa de los abogados y escribanos que enfatizan en sus charlas al dólar y Miami, con las mozas que llevan consigo el sonido de las cucharitas, con la mesa de amigos que —como Minguito y Santiago Bal en el Polémica en el bar de los ‘80— debaten sobre Boca, Riquelme y la ampliación de la Bombonera.
Escribir en los cafés o en los bares implica adaptar el ritmo interno a los ruidos ajenos. También comprometerse con la belleza del murmullo y con la sensación de que lo que se escribe no pertenece del todo al que lo escribe, sino a ese mundo de tostados y menús ejecutivos que contiene sus propios códigos.
Hoy escribí en un café este texto que estoy terminando en mi casa, luego del almuerzo y el chaparrón. No sé si seguiré haciéndolo. Los hábitos a veces se construyen por accidente, a veces por necesidad y otras veces se fuerzan. Siempre es posible escribir en Chivilcoy, amén de sus sucesivos cafés alrededor de la plaza y de los otros, desparramados por sus avenidas.