Reflexiones
El amigo imaginario, el aburrimiento y la IA
Por Lucas CortianaI
De chico, el amigo imaginario crecía en el aire de ese territorio inmenso llamado aburrimiento. Surgían preguntas y juegos, contestaciones de un diálogo loco en el que se iba descubriendo lo que pasaba adentro, en el corazón de un hijo único o de un niño solitario. Y el aburrimiento era ambicioso. Podía durar horas de una observación silenciosa a las vetas del machimbre de un techo que revelaba dibujos y formas. De ese vacío nacían mundos: una mancha de humedad se convertía en un mapa, un sonido lejano se volvía una canción. Y el amigo imaginario era tan real como podía ser cualquier otro, y podía ser un niño, pero también un animal o un extraterrestre: hijos de la creatividad y del aburrimiento. No había que traerlo porque allí estaba, inevitable compañía, inherente como la respiración. Hoy, ese amigo y esa pausa han sido secuestrados por el murmullo constante que sale de los celulares, la palabra de una inteligencia siempre dispuesta a responder y lista para entretener.
II
El periódico Gulf News se preguntó esta semana en un artículo que convocó a varios especialistas, “¿Es ChatGPT el nuevo mejor amigo de tu hijo?”. Y dejaba una advertencia: la interacción de los niños con el tipo de IA que simula amistad, conversación y empatía desde muy temprana edad y sin mediación, podría atrofiar las mismas fibras mentales que el juego y el silencio se encargan de fortalecer. Como nunca antes, el juego —en un mundo de fondo evasivo y de formas ruidosas— ha dejado de ser sinónimo de mera distracción, volviéndose un bastión —quizás el último— de la fantasía, esa fortaleza novecentista en ruinas. ¿Y qué hay del pensamiento crítico, la memoria, la capacidad de asociar ideas? ¿Cómo cultivarlos si ante cada problema ya hay una resolución elaborada por la maquinaria? ¿Y dónde quedará el arte de formular una pregunta que no se conteste sola?
III
En la vieja escuela, el error era un maestro, era un golpe vital que dejaba enseñanzas perdurables, y de manera secundaria, dejaba en claro que la respuesta no siempre estaba al alcance de la mano. Si una inquietud se aferraba a nuestra mente con fuerza animal, había que ir a la biblioteca, rebuscar en índices, preguntar a maestros, confiar en la memoria de los abuelos, y mientras tanto, tolerar la incertidumbre. La IA, en cambio, entrega un saber instantáneo, pulido, higiénico y aséptico, que no golpea, que no le deja a uno sangrando la boca (o la lengua). Pero además, ofrece una ilusión peligrosa. Si la paciencia, históricamente fue percibida como una cualidad con raíces amargas, pero con frutos dulces, —parafraseando a Rousseau— o como la fortaleza del débil —según Kant—, la IA pretende convencernos de que no necesitamos ejercitar ni la paciencia ni el temple ni la perseverancia ni la duda ni cualquier otra cosa que nos haga perder el tiempo y que toda pregunta puede resolverse sin pasar por el desconcierto. De alguna manera, como el león en cautiverio al que le dan la comida servida, también se empieza a perder un apetito que va más allá de la simple ingesta.
IV
En “La hora cero”, uno de los relatos de El hombre ilustrado de Ray Bradbury, un niño le cuenta a su mamá de su nuevo amigo, un invasor de la Tierra. Le comenta sus planes para atacar el planeta. La madre escucha con indulgencia, creyendo que se trata de una fantasía inofensiva: “No son marcianos” —dice el niño—. “Son… No sé. De arriba”. La madre contesta: “Y de adentro” —tocándole la afiebrada mente. Pero ahí está la trampa: el juego no es un juego y el amigo imaginario no es tan imaginario. En el mundo de Bradbury, la imaginación es fruto del ocio, de esa larga y fértil soledad infantil. En cambio, pareciera que hoy, el invasor ya no llega disfrazado de juego inventado, sino vestido de interfaz amigable y disponible a toda hora. Y lo más inquietante es que no necesita esperar la hora cero, porque está siempre interrumpiendo el silencio antes de que el niño pueda inventar su propia conspiración.
V
En este contexto, la IA se presenta como un nuevo amigo; menos imaginario que invisible; ni inherente pero tampoco demasiado inseparable del ser; una extensión del celular, que es a su vez, una extensión del cuerpo. La Generación Alfa (los nacidos en 2010) y la Generación Beta (la que está naciendo ahora) le cuentan sus miedos, y la voz metálica responde con fórmulas aprendidas; plantean sus juegos, y la máquina improvisa reglas perfectas. Ese niño aprenderá a confiar en un espejo que no se cansa, que no contradice, que no tiene su propio capricho. Pero lo que perderá, sin darse cuenta, será el roce áspero de la convivencia humana: la negociación, el malentendido, la espera, la revelación de que no todo diálogo es limpio ni todo afecto es inmediato.
En veinte años una generación entera no sabrá qué es equivocarse de memoria, ni buscar en un diccionario, ni inventar un juego con una piedra y una rama. Una generación que confunda compañía con disponibilidad, y que mire a los demás con la misma expectativa con que se mira una pantalla, que respondan, que entiendan, que nunca se vayan.
Quizá la mayor lección que podamos darles no sea cómo usar una máquina, sino cómo prescindir de ella.