Reflexiones
Dinosaurios y monstruos
Por Lucas CortianaTenía nueve años en 1992. Un vecino me había regalado un libro que perdí con el paso del tiempo pero que luego compré por Mercado Libre: Maravillas y misterios del mundo animal (1965), un volumen de 350 páginas con artículos de la Reader’s Digest, que aquí se conoció como la revista Selecciones. En esa época aún no se vivía la fiebre por los dinosaurios que llegó en 1993 de la mano de Spielberg y que no solo llenó las salas de cines del mundo sino que inundó con merchandising cada juguetería y librería de Chivilcoy, pero el libro tenía un texto que captó mi atención: se llamaba “El dinosaurio y el huevo”. Lo había escrito Roy Chapman Andrews, un explorador y aventurero que en expedición por China y hacia el desierto de Gobi, en 1923 encontró los primeros fósiles de huevos de dinosaurios. Las páginas 69-71 eran dominadas por un dibujo impresionante titulado "La Era de los Reptiles", un mural de Rudolph Zallinger que se encuentra en el Museo Peabody de Historia Natural de Yale, que yo miraba durante horas con sonrisas y asombro. El artículo ensayaba una de las hipótesis de la extinción de las bestias prehistóricas: eran animales tontos. Dijo: “El brontosaurus ciertamente era muy grande, pero intelectualmente era un pigmeo: su cerebro no abultaba mucho más que el puño cerrado de un hombre”. Luego: “Con sus toneladas de carne y sus pequeñas cabezas, no podían adaptarse al más ligero cambio en el mundo que los rodeaba”.
A más de treinta años de aquel verano jurásico, volví a sentarme en una sala de cine para ver Jurassic World: Renace, con la misma disposición con que a los nueve hojeaba el artículo de Roy Chapman Andrews: buscando maravillarme. Me temblaron las piernas con la versión de la canción original y sentí que debía recuperar el aire luego de la primera aparición del Tyrannosaurus rex. La película no es buena. Pero me emocionó. Una mezcla de alegría inmensa por recuperar la conciencia del chico que fui y desconsuelo por la niñez ida. Me emocionó porque volví a ver a los mismos pterodáctilos que vendía Ortelli, a los raptors que dibujaba en la carpeta de Ciencias Naturales, a los tiranosaurios que enfrentaban a las Power Rangers en la mente de un niño aburrido. Una excitación que nacía en el corazón y bombeaba sangre hasta la punta de los dedos que golpeaban frenéticamente mis rodillas.
La emoción fue también una forma de ayudarme a pensar la estupidez. Contradiciendo a Andrews, uno de los diálogos en la película sostiene que la inteligencia no es importante para la supervivencia en el planeta. Mientras que los dinosaurios, con su consabido modesto intelecto, reinaron durante 200 millones de años, el ser humano parece estar utilizando su inteligencia para auto exterminarse en mucho menos tiempo. Aquel viejo artículo que hablaba de cerebros del tamaño de un puño me resulta hoy profético. Andrews veía en la falta de plasticidad cognitiva una causa probable de extinción: demasiado músculo, poco juicio. Esa parece ser nuestra propia condición humana. Desarrollamos tecnologías capaces de alterar el clima, de abrir la tierra y explotar sus recursos, de manipular la genética, pero seguimos resolviendo los conflictos más graves con irracionalidad y violencia. No es la inteligencia lo que nos condena, sino el modo en que la confundimos con astucia.
Seguimos fascinados con la imagen del monstruo, pero incapaces de asumir que el monstruo somos nosotros. Tal vez por eso los dinosaurios nos obsesionan: porque, como en un espejo prehistórico, nos devuelven la visión de una grandeza trágica, de una potencia sin dirección. Bestias sin alma, como escribió Andrews, que no supieron cuándo era hora de desaparecer. Y que, de algún modo, aún viven en nosotros.