Reflexiones

Las iglesias y la barbarie

Por Lucas Cortiana
domingo, 20 de julio de 2025 · 08:00

I

¿Hay algo que pueda permanecer al margen de la barbarie? Ya sea porque los poderes empujan hacia adentro o por circunstancias involuntarias, todo parece ser deglutido por un agujero negro al centro del caos. Hay líderes que se inventan la maldad hasta donde no la hay como engendros involutivos de la civilización. Así, hay guiños de la historia que no destruyen únicamente ladrillos o bronce sino la idea misma de que algo pueda salvarse. En 1917, durante el agotamiento bélico del Imperio Alemán y cuando empezaba a acabarse la existencia de metal, cerca del 44% de las campanas de sus iglesias fueron requisadas para ser fundidas y convertidas en cañones. Rüdiger Penczek, pastor evangélico de Colonia, expresó que convertir las campanas en artillería “trastocó” su sentido eclesiástico de paz. Así fue: el sonido sagrado del catolicismo que acompañaba bautismos, misas de exequias y vísperas fue sustituido por el estruendo de la guerra por orden del Reich. Y se convirtió en un símbolo claro de una civilización devorándose a sí misma, además de una demostración del revés del talento: cómo convertir el tañido de la paz en una fábrica de muerte.

II

Ciento ocho años después, en la Franja de Gaza, la escena se repite con un dramatismo similar. Hace tres días, un proyectil disparado por un tanque israelí impactó en la Iglesia de la Sagrada Familia. Allí se refugiaban más de 400 civiles —cristianos y musulmanes, mujeres, niños, discapacitados— y entre ellos el sacerdote argentino Gabriel Romanelli, quien resultó herido. No fue una explosión estratégica ni un blanco militar. Dijeron que fue una equivocación y aludieron que Israel “nunca ataca iglesias ni lugares religiosos”. Pero ¿qué significa equivocarse al disparar sobre un templo? ¿No es también un síntoma del extravío moral de una época en que ni lo sagrado detiene el fuego?

III

Este año leí la novela de Alessandro Baricco, Abel. Esa misma imagen de una iglesia dinamitada aparece en clave simbólica en el estilo visual y entretenido de un spaghetti western. En ella, el protagonista y sus hermanos hacen estallar un templo para salvar a su madre de la horca. Lo hacen con la precisión de quien comprende que hay solo una chance de impedir el destino ineludible. Pero el atentado no es gratuito: es un acto de amor desesperado, de justicia torpe, una respuesta violenta a un mundo que ya no escucha. Baricco no romantiza el hecho, sino que lo sitúa en un terreno ambiguo, donde el templo cae (también se puede decir que vuela por los aires) pero deja un eco significativo o un silencio multiplicado, como de rezo interrumpido, de conversación con Dios interceptada antes de llegar al cielo.

IV

En los tres episodios el punto en común está en la fragilidad de lo sagrado cuando el mundo pierde sus límites. La Tierra es un sitio caliente, infernal, donde lo religioso —reflexivo, prudente— es propenso a quebrarse como un plato de porcelana con el choque de temperatura. Ya sea por la lógica industrial de la guerra total, por la ceguera militar contemporánea o por la ficción que imagina y provoca con los símbolos religiosos derribados, el templo deja de ser un refugio. Se convierte en blanco, en obstáculo, en ruido.

Sin embargo, también sobrevive una pregunta: ¿qué significa hoy lo sagrado? ¿Un lugar? ¿Un símbolo? ¿Una historia? La iglesia herida de Gaza se alza como testigo de una humanidad que necesita amparo. Aunque sólo con las voces de los hombres lamentándose —Leon XIV pidiendo por la paz en un telegrama, la oficina de Netanyahu agradeciendo las palabras de consuelo, Trump dando su opinión a través de su secretaria de prensa— no parece haber cobijo suficiente.

Pero en la necesidad de esperanza y de Dios, el ser humano sigue buscando lo divino incluso entre las ruinas. Sigue escuchando el sonido de las campanas fundidas aunque solo haya silencio o sigue una señal en el cielo aunque la cruz esté en el piso.

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