Reflexiones

La era del carpincho

Por Lucas Cortiana
domingo, 13 de julio de 2025 · 08:00

Chelsea y Pheebo, mis dos gatos viejos, compiten entre sí sobre el acolchado por los lugares más cálidos: los cuerpos de sus humanos. Es la hora de la siesta —el equilibrio necesario entre el trajín matutino y los mandados vespertinos— y los gatos se acurrucan dominando nuestros movimientos, inmovilizándonos, porque sus almas endiosadas no toleran brusquedades terrenales. Más tarde, confirmando su imagen de soberano egipcio, se sentarán en posición de esfinge en las sillas más cercanas al calefactor. El celular de mi esposa captura ese momento de eternidad y lo convierte en una historia de Instagram. Me consulta por una canción para agregar y le recomiendo “Lovecats” de The Cure; me resonaba la melodía del verso “Then curl up in the fire and sleep for a while” (“Luego acurrúcate en el fuego y duerme un rato”). La cantamos el resto del día.

II

Los carpinchos vuelven a ser noticia, o siguen siendo, desde que en 2021 comenzó el conflicto con las inmobiliarias del Nordelta a razón de la superpoblación de los animales que habitan los humedales, pero también la cruzada en su defensa por parte de algunos vecinos. Leo en los diarios que Daniel Scioli, el secretario de Turismo, Ambiente y Deportes, busca relocalizar a los roedores. En este caso, superpoblación va de la mano con popularidad y viralización: la proliferación (bien podría llamarse hacinamiento) llegó hasta The New York Times que analizó que “el roedor más grande del mundo se está multiplicando —y creando divisiones— en uno de los barrios más exclusivos de Argentina".

III

Durante más de una década, el gato fue el tótem digital de Occidente. Fue el dueño indiscutido de las redes sociales, emblema de la indiferencia cool, monarca silencioso del meme, protagonista de videos en toda situación doméstica. Se les atribuyó de todo: misterio, elegancia, sarcasmo, sabiduría zen. Fueron tema de ensayo y poesía (Borges los reverenció con piropos ilustrados: “Tu lomo condesciende a la morosa / caricia de mi mano”; Baudelaire los adoró y, como Borges, también se detuvo a analizar la caricia que le damos: “mis dedos peinan suavemente / Tu cabeza y tu lomo elástico”), de animación japonesa, de feligresía casera. Internet, en cierto modo, fue un gigantesco santuario felino. Pero en nuestro país, en estos años extraños, emergió el carpincho como nuevo “animal nacional mimado”.

Lo que comenzó con una invasión en los countries, nadando en sus piletas y cruzando las avenidas provocando embotellamientos y accidentes, se convirtió, de pronto, en emblema. El nuevo animal fetiche. Basta recorrer cualquier bazar, juguetería, tienda de ropa, para verlo en tazas, stickers, remeras. También en filtros de Instagram, ya como si fuera E.T., Chewbacca, ALF, Stich, o alguna otra leyenda animada. Su andar apacible, su tamaño desproporcionado, su cara de no haber entendido nada pero seguir igual adelante lo volvió entrañable. “Yo creo que a esta altura que sean adorables es una estrategia de la misma especie para sobrevivir”, dijo una vecina para el diario neoyorquino.

IV

Pero aún falta el arte. Falta un salto simbólico, una entrada al mundo onírico. Que el carpincho abandone el meme y se transforme en musa.

En Inglaterra, a comienzos del siglo XX, el artista Louis Wain comenzó a dibujar bocetos graciosos de gatos para consolar a su esposa enferma de un cáncer que acabaría con ella en tres años. Tras su muerte, Wain comenzó a publicar sus primeros dibujos que mostraban a los gatos jugando a las cartas o tocando el piano. Se cree que algún tiempo después, Wain pudo haber sufrido esquizofrenia, paradójicamente, desencadenada por la toxoplasmosis, un parásito que se encuentra en las heces de los gatos. Mientras su salud mental se quebraba, los gatos se fueron volviendo ácidos y brillantes, psicodélicos, abstractos, intensos. Parecían entidades cósmicas, personajes alucinados.

Por la misma época, T.S. Eliot, en su poemario El libro de los gatos habilidosos del viejo Possum, había intuido que un gato no tiene un solo nombre, sino tres: el familiar, el peculiar, y el secreto: “De ponerle el primer nombre se encarga / la familia. Serán nombres de gente / común: Pedro, Gabriel, Ana, Vicente. / Pero los gatos, que son muy soberbios, / han de emplear apodos contundentes. / Son nombres que no podrás pronunciar / Munkustrap, Walstato, Bombabulina, Explorer. Cada gato / ostenta así un nombre particular. / Queda otro nombre, pero no hay accesos. / Sólo el gato conoce el tercer nombre / y nunca lo dirá a ningún hombre / impronunciable inescrutable, hondo, singular, / su Nombre de verdad”.

V

¿Cuántos nombres puede tener un carpincho? Al día de hoy, además de las denominaciones científicas y regionales (el erudito Hydrochoerus hydrochaeris, el poco agraciado “chancho de agua”, el venezolano piro-piro) también se lo llama el “rey del estero”. Pero entre los chicos de hoy empieza a difundirse el término “capibara”, una voz guaraní que se extendió vía YouTube y Spotify por la “Capybara Song”, del DJ italiano Steph Evo. Sin embargo, mientras “capibara” suena a documental de National Geographic, “carpincho” huele a barro, a mate y a argentinidad.

Entonces, ¿cuánto falta para que un artista argentino comience a pintar carpinchos como Wain pintaba gatos? ¿Cuánto para que alguien le dedique sus poemas? ¿Habrá algún compositor capaz de escribir “El nombre de los carpinchos” en los cuatro movimientos de una sinfonía?

El mundo del carpincho y el de la política ya colisionaron. También el de las leyes que lo protegen y las reglas de convivencia que se irán trazando con el paso del tiempo. Sólo resta que el arte legitime estos tiempos enrarecidos como “La era del carpincho”. Ya habitan nuestro inconsciente y son la alegoría que los chicos llevan en sus mochilas. Contrario al gato, el carpincho es la criatura que no quiere dominar el mundo. Pero ambos lo lograron o lo lograrán con el mínimo esfuerzo: durmiendo en la cama de sus amos o flotando plácidamente en las lagunas.

Comentarios