Reflexiones

Contra los poetas

Por Lucas Cortiana
domingo, 8 de junio de 2025 · 07:59

Hay en el poeta una convicción silenciosa de excepcionalidad, la certeza de que custodia un secreto que sólo él está capacitado para revelar. De ese convencimiento nace su forma más pura de arrogancia. Fogwill los ponía en tercer lugar luego de los políticos y los militares. Salvo que estos —cuyos instrumentos de poder son concretos: el micrófono, el balcón, el aparato represivo, garrote y hambre— alcanzan esa soberbia intangible, hecha de susurros y de símbolos. El poeta no necesita de la fuerza ni de las urnas; su legitimidad se presume dada por una suerte de mandato invisible, casi divino. Y sin embargo, ¿a quién representa?, ¿ante quién responde?

Habla de la muerte como si hubiese dialogado con ella en una lengua privada (“La belleza y la muerte son dos cosas profundas, / con tal parte de sombra y de azul que diríase / dos hermanas terribles a la par que fecundas”, escribió Víctor Hugo; “Cuando haya muerto, llórame tan sólo / mientras escuches la campana triste, / anunciadora al mundo de mi fuga / del mundo vil hacia el gusano infame”, dijo también Shakespeare). Se pronuncia sobre el amor, sobre el bien, sobre la belleza y sobre Dios con una autoridad que desconoce la duda. Declara su verdad en dieciséis versos, o en treinta y dos si se encuentra particularmente inspirado, sin importar que siglos de filosofía y religión hayan fracasado en formular esa misma verdad con mayor rigor. Todo lo que el pensamiento ha erigido, él lo desdeña en nombre de la intuición. Y como si fuera poco, presume de hacerlo sin esfuerzo, en medio de una borrachera, sin saber cómo escribió lo que escribió. En ese gesto se encierra su mito y su impostura.

La poesía no se limita a una forma; se extiende como una actitud, una escenografía. Se ha cultivado, en los últimos años, un tipo reconocible de poeta: sombrío pero afectado, letrado pero ingenuo, más preocupado por el estilo de sus medias que por la precisión de sus palabras. Rodeado de gatos, cuadernos con tinta negra y discos de jazz, el poeta contemporáneo se complace en nombrar a músicos que no escucha y en forzar juegos tipográficos como si la rareza tipográfica pudiera disimular la banalidad del contenido. La forma se desborda de tal modo que las palabras se aglutinan unas sobre otras: “acurrucadosvosyoylanoche”, como si en esa fusión sintáctica se hallara una verdad nueva. Se inventan términos, se cometen errores deliberados, se desprecia la puntuación. Todo vale mientras se mantenga la apariencia de originalidad.

La tradición, por supuesto, también se instrumentaliza. El poeta cita a Pizarnik, a Borges o a Rilke no para dialogar con ellos, sino para vestirse con su sombra. Y cuando alguien le señala la artificiosidad del gesto, responde que se trata de intertextualidad o de homenaje, como si esas palabras bastaran para absolver cualquier falta.

Por debajo de esta escena late una pregunta más antigua: ¿para qué sirve la poesía? Es una pregunta que no puede responderse sin incomodidad. Se ha dicho que no sirve para nada, y tal vez sea cierto en el sentido más práctico del término. No repara motores, no cura enfermedades, no construye puentes. Se hizo famosa aquella frase con la que Robin Williams intentaba inspirar a un grupo de jóvenes en La sociedad de los poetas muertos: “la medicina, el derecho, los negocios, la ingeniería, son actividades nobles y necesarias para sustentar la vida. Pero la poesía, la belleza, el romance, el amor: esto es por lo que nos mantenemos vivos”. Sin embargo, desde esa misma inutilidad ha pretendido siempre ocupar un lugar de privilegio en el alma de los pueblos. Se la ha pensado como consuelo, como iluminación, como gesto de resistencia. Pero en su forma más degenerada, se convierte apenas en ornamento de la vanidad individual.

No se trata de maldecir la poesía —que es una forma del mundo, una lengua interior que, cuando es verdadera, conmueve incluso lo inexplicable—, sino de sospechar de los poetas. De su ceremonia vacía, de su autocompasión, de su teatralidad ensimismada. En Ensayos impopulares, Bertrand Russell escribió sobre Tennyson, un poeta laureado del siglo XIX, que “actuaba siempre de poeta”, paseándose “majestuosamente por la campiña envuelto en una flotante capa italiana”. No hay en ello un juicio moral, sino una constatación melancólica: en nombre de la poesía, demasiadas veces se ha hablado con la voz de quien no escucha, se ha escrito desde la orfandad del lenguaje sin asumir su riesgo. El poeta, cuando olvida la humildad del silencio, deja de ser un testigo para convertirse en un simulacro.

Y, sin embargo, algo persiste. Porque incluso en la máscara del exceso, en la afectación, en el verso torpe o en la metáfora cansada, sigue latiendo una necesidad legítima de decir. Una necesidad que, cuando es verdadera, no busca reconocimiento ni prestigio, sino apenas el gesto tembloroso de compartir con otro una imagen, una herida o una pregunta. Por eso, contra todo cinismo, contra toda impostura, todavía vale la pena leer poesía. Lo que ya no se tolera —ni se necesita— es la figura del poeta como profeta menor, como sacerdote de una liturgia que se ha vaciado de toda trascendencia.

Malditos poetas, sí, si al decir “poetas” se entiende apenas una pose. Pero bendita la poesía cuando, a pesar de ellos, aún logra estremecer.

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