Reflexiones
El tesoro de un hombre
Por Lucas CortianaHay una frase de Hunter S. Thompson que siempre me gustó: “Me volvería loco si tuviera que vivir en medio de todas las cosas raras que escribo”. De ella se infiere, aunque la declaración diste de ser hermética, que la literatura de Thompson era poco hospitalaria y que, aunque él no viviera en ese lugar hostil, de tanto en tanto lo visitaba buscando ideas.
En la nota de Natalia Zito que leí hace unos días en Clarín, se hace referencia al acto de “buscar en la basura” para poder escribir. Y es que allí, en la basura de todos los días hay pensamientos, hay preguntas, allí inician ciertos discursos retóricos, hay filosofías idiotas y contradicciones coherentes.
Meter la mano en la basura es un acto radical de la escritura. El escritor todo el tiempo hurga entre los desechos (del lenguaje o de los recuerdos) porque reconoce que lo verdaderamente vivo —lo que aún palpita y nos desafía— se esconde entre lo que otros han arrojado como inservible. Así, quien haya exclamado que “la basura de un hombre es el tesoro de otro” en vez de “¡Eureka!” debe haber descubierto algo bueno entre lo nauseabundo y vomitivo. En la nota de Zito, el gesto de su madre rescatando una plancha descartada por una vecina se transforma, en la memoria de la hija, en una bandera en la que ondea alta la escritura. Una plancha olvidada, menos por fallas que por obsolescencia, se convierte en una herramienta literaria, en un objeto que no se rinde a la lógica del descarte. Así también la escritura rescata lo inservible, arregla lo estropeado, vincula con lo roto, revindica la gracia de la mugre que los argumentos del sistema le denuestan.
Escribir es, en efecto, buscar en la basura. No en la basura literal —aunque también— sino en la acumulación de restos que configuran la experiencia. Acabo de leer Entre ellos de Richard Ford, una doble semblanza de sus padres a la vez que una memoria de las ausencias, de las pérdidas, de sus ataques al corazón y de sus cánceres y uno no puede no preguntarse, si es necesario meter la mano ahí, tan profunda, en el “contenedor de contenedores” que es el corazón. Cualquier buena novela se escribió durante años con los fragmentos de conversaciones mal oídas, con los errores jamás disculpados, con las culpas que laceran, con los silencios mal enterrados que asoman como la mano de un cadáver en una película de zombis. El escritor no es el que crea de la nada, sino el que selecciona entre los residuos.
Hay una ética en esa práctica, de todos modos. Una ética de la mirada hacia abajo. Y así como Walt Whitman pedía “Mira hacia abajo, hermosa luna / sobre los rostros lúgubres / sobre los muertos”, el escritor no mira hacia los lugares altos donde otros se encandilan con el discurso dominante, sino a la calle, donde el discurso yace hecho pedazos. Hurgar en la basura es rebelarse contra el brillo aparente de lo políticamente correcto, es desafiar la compostura del texto terminado. Lo que se encuentra allí es impuro, es contradictorio, es difícil de encajar, pero también es verdadero.
La escritura, entonces, comienza en un acto profundamente corporal: la mano que se mete donde no debe, la mano que se ensucia. Y se escribe con lo que se tiene: con las ruinas de uno mismo. Lo importante no es la pureza del material, sino la destreza —la “maña para transformar una plancha en un objeto que se dé a leer”, como dice Zito— para transformarlo.
Que de la basura emerja algo nuevo, acaso sea el único milagro que la escritura permite. Muchos lo intentan cada día: restos de comida en cena, cartones en colchones, muerte en vida. Aunque eso no sea un portento, sino la supervivencia obligada, porque en la mesa de la abundancia, abunda también la desidia. Quien escribe, pensándolo bien, también lo hace para sobrevivir. Un gesto humilde y desesperado por encontrar salvación entre los escombros. Agarrarse fuerte a la palabra, aunque sea un recuerdo sucio y triste, como quien encuentra un abrigo entre los trapos viejos. Y que esa palabra nos caliente, aunque nos dé miedo, también, o nos vuelva loco, como a Thompson.