Reflexiones
República Conspiranoica Argentina
Por Lucas CortianaLa Tierra plana, el Nuevo Orden Mundial, el asesinato de JFK por parte del gobierno de Estados Unidos, la llegada a la luna que fue falsa, la teoría de la chemtrail… Las teorías conspiranoicas son muchas y las nuevas parecen desplazar a las anteriores en una hipotética clasificación de rarezas, como la teoría de los seres reptilianos que se disfrazan de humanos y controlan el mundo desde las sombras o la de los diseños geométricos en campos de cultivo que son una forma de comunicación con civilizaciones extraterrestres.
Así, Argentina no se ha quedado atrás. La nuestra es una tierra pródiga en pasiones políticas y sospechas endémicas. Desde la “maldición de Evita” hasta la muerte de Nisman, pasando por la reciente campaña de vacunación en pandemia. No asombró, entonces, la nota que publicó Clarín el viernes, que no hizo más que confirmar la costumbre nacional de dudar de todo, incluso de lo que debería ser incuestionable: según una encuesta, un alto porcentaje de argentinos cree que la cura del cáncer ya existe, pero está oculta por intereses comerciales —de las farmacéuticas, de los gobiernos, de las potencias, en fin, de ese enemigo siempre invisible y omnipresente.
En Argentina, no se trata de una mera incongruencia, de un pensamiento lateral disparatado y aislado. La “masa”, es decir la ciudadanía, siempre tiende a descreer, entreviendo lo que no se dice, desconfiando del experto, creyendo que hay una trampa escondida detrás de la explicación lógica. El argentino no necesita pruebas, prefiere, tozudamente, sospechar del origen. En algún punto, lo acerca al método científico de la duda para hallar la verdad. Pero, peligrosamente, a su vez, a la estupidez. En vez de “esto es así”, le suena más convincente “esto te dicen que es así”. Y al argentino no le van a decir cómo pensar…
Habría que preguntarse, entonces, porqué somos tan suspicaces. ¿Se trata de un escepticismo saludable que ha mutado en un virus quisquilloso? ¿O más bien de una necesidad de dotar de sentido a un mundo caótico, donde la verdad es cada vez más difícil de identificar? También es cierto que somos producto (se podría decir sin exagerar que somos víctimas) de las décadas de traiciones políticas, colapsos económicos, coimas y cometas, jueces corruptos, árbitros corruptos, arreglos de partidos y promesas incumplidas que generaron una cultura de la sospecha estructural. El discurso oficial dista de ser transparente y el río siempre parece estar revuelto y turbio.
En general, estas teorías sólo cuestionan el poder, pero en la República Conspiranoica Argentina, las culpas se reparten equitativamente. Así, afectan incluso a los que están fuera del sistema de privilegios, como al pobre hombre de a pie, impotente y subordinado. No se puede refutar una teoría en la calle sin que sea interpretada como parte del encubrimiento. El que niega, confirma; el que duda, conspira; el imparcial, algo sabe. En el ensayo El atroz encanto de ser argentinos, Marcos Aguinis dice algo parecido: “Ente nosotros se ha convertido en un signo de inteligencia ser negativo; quien, por el contrario, revela esperanzas en el futuro es descalificado como ingenuo o tonto”. En el campo de las conspiraciones, la malicia reemplaza cualquier calificación.
La Argentina, entonces, no sólo es un país con opiniones fuertes, sino con sospechas arraigadas. La información oficial es vista como una versión interesada (como los datos del INDEC), la ciencia como un dogma de laboratorio (que fomentan a los antivacunas y el avance del relativismo), la historia como un relato manipulado (“Clarín miente”). En ese hábitat de incertidumbre, el ciudadano argentino, formado en el cruce entre la astucia barrial y la paranoia ilustrada, levanta la ceja y dice “algo no me cierra”. Y por esa rendija mínima, cotidiana, se cuelan la Tierra plana, la cura oculta del cáncer, los 30.000 desaparecidos o más o menos, los Illuminati y toda la cosmología alternativa que, a falta de certezas, ofrece sentido.