Reflexiones

Barba

Por Lucas Cortiana
domingo, 29 de septiembre de 2024 · 08:00

Cuando era niño veía a la barba de los viejos como una cicatriz imposible de borrar. Una marca en la piel que daba un carácter trágico y una presunción de autoridad, pero también una especie de maldición patriarcal que convertía al poseedor en un eterno viejo sin niñez ni juventud, sin inocencia ni desarrollo puberal.

Mi abuelo no usaba barba, pero de los azulejos blancos de su carnicería mis ojos descolgaban a los dioses que él veneraba, ídolos barbados y variopintos que iban de Horacio Guaraní a Marx y de Jesucristo al Che. Dueños de una barba que mi abuelo no tenía, era notoria su admiración tanto más o igual en esa materia enmarañada y densa como en el entusiasmo que le despertaba el uso de los instrumentos ?atributos mitológicos? que representaban a aquellas deidades: una guitarra, una cruz, un fusil. Así, yo también, con cuatro o cinco años, empecé a vincular a la barba con la música, la religión o la política, y si en la casa se hablaba de algún asunto serio, digamos, de la visita a un médico o de las decisiones del dueño de una empresa, inmediatamente la imagen mental que proyectaba era la de un hombre severo y barbudo.

Diferente a mi abuelo, mi padre usaba barba. Siempre creí que semejante estorbo facial debía contar con la complicidad de mi madre o al menos con su autorización. Tenía la impresión de que la barba se interponía con el hombre que estaba debajo, como si ocultara a la persona verdadera, ahogando como hace la cizaña de la parábola bíblica con el trigo bueno.

Por aquel entonces, todos decían que yo me parecía muchísimo a mi padre, pero la única pista posible de identidad compartida que yo encontraba estaba en los ojos pequeños y en las líneas de expresión al reírnos o enojarnos. Incrédulo de que la gente notara similitudes, un día la pregunté a mi madre si nos veía parecidos, convencido de que ella reconocería las diferencias entre un lobo y un cordero, entre un montaraz y un cachorro inocente. Mi madre me dijo, con completa seguridad, «Hijo, sos idéntico a tu papá». Partiendo de aquella afirmación supuse dos cosas que hasta el momento juzgaba inconcebibles: debajo de la barba de mi padre había un rostro como el mío, y mi rostro, a medida que la maleza fuera avanzando, se iría convirtiendo en el de mi padre.

En previsión de no abandonar la niñez ?de no llegar a viejo, de no sufrir, de no morir? me dispuse a rasurarme puntualmente. Y soñaba que al mirarme al espejo sería el mismo; siempre el niño intacto estaría a cada regreso a la máquina de afeitar y a la espuma.

Todos mis amigos crecieron y se dejaron la barba. Yo los sigo viendo como adultos prematuros pese a sus cuatro décadas. La peluquería de Pichi, a la que todos vamos, ha cambiado su denominación, sin sutilezas, por la de «Barbería».

Sentado en su sillón sigo pensando en los ídolos barbados. Los de mi padre eran variaciones leves de los de mi abuelo: Lennon, Hrabina, Fidel. Y pienso en el poema de Borges a su admirado Whitman, cuya barba larga lo hacía parecer a un rey mago o un astrólogo loco: «La distraída mano toca / la turbia barba». Y un deseo oscuro, admitido en los papeles: «Yo fui Walt Whitman». Por supuesto, continúo examinando mi rostro en el espejo, donde cada arruga es notoria y donde yo mismo me reconozco y me confundo.

 

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