Reflexiones

El secreto tiene su morada

Por Lucas Cortiana
domingo, 22 de septiembre de 2024 · 08:00

Ya no me parecen extraordinarias las cosas que cuentan los libros como tampoco quedo perplejo por el vuelo de un pájaro ni soy cauteloso con la inspiración de Dios. No hay mundo imposible ni sus entradas me son denegadas. En el poema «À qui la faute?», Víctor Hugo escribió que una biblioteca es un acto de fe. No hay que ver para creer, por eso el terror, la admiración y la muerte se acentúan en los instantes oscuros. Yo considero legales las argucias de los libros y no encuentro obstáculos en la materialización de las fantasías. El que crea ficciones ha salido torcido a la luz y no espera ser salvado porque ya han sido expuestos su amor y su violencia, y es incorregible. Cualquier cosa puede ser la respuesta o no significar nada. Quizás en esa ambigüedad se constituya lo excepcional. Tal vez eso sea el secreto. Creo en el secreto y al secreto le tengo temor.

Yo arranco las hojas imprescindibles de los libros sin más gratificación que continuar a tientas.

«El secreto, al igual que el mal, según Baudrillard, permea todas las cosas. El secreto al que aludo tiene su morada más allá de las palabras, pero un pasito apenas».

De pie frente a su biblioteca y con una expresión de madre orgullosa, hace casi un mes Elena Garritani me mostraba un paisaje de libros de todos los estilos, encaramados unos sobre otros o situados de izquierda a derecha, como puertas dispersas y desordenadas de un universo. En pocas horas me iría de viaje y con los ojos puestos en el punto fijo de una novela de Bolaños se me ocurrió decir que se la devolvería a mi regreso como eufemismo de no devolverla jamás, en vez de una excusa para pedirla prestado. Elena pareció darle un lento adiós al libro, mientras lo sacaba del anaquel irreversible.

Desde niño entendí que los libros me miraban como si fueran criaturas vivas y siempre supe cómo terminaría aquella atracción.

El conocimiento inmediato, las historias sagradas, las explicaciones del mundo que aplacaban la primera hambre de curiosidad y belleza...

En la humilde casa en que vivíamos mi madre y yo no teníamos biblioteca pero uno a uno ella fue llenando de libros una repisa de un mueble, luego el mueble, luego una habitación. Más tarde también la mesa de la televisión pasó a ser la mesa de los libros, y en algún momento, entre mis diez y doce años de hijo único, solo en la noche vacía, un hermano invisible me habló para siempre en la revelación de un cuento de Poe y nunca más hubo soledad.

Elena me había dado la novela de Bolaños para los tiempos muertos aeroportuarios, para la lectura en los cielos y los desayunos silenciosos pero aun reverberantes de música tras las peñas de Salta. Ambos nos habíamos entregado a la farsa de un plazo inviable. La novela era corta, pero un libro es algo que no se deja.

Cuando bajaba el sol en el hotel, me llevaba el libro a ese lado de la noche donde el secreto late y vibra. Me consagraba a la lectura como al mediodía me había entregado a los tamales y resolvía como podía la prosa de Bolaños y la digestión.  Así durante varias noches. Al día siguiente tomábamos la ruta hacia Humahuaca o Cachi. A veces alguien me preguntaba por el libro que llevaba conmigo, otras veces me preguntaban qué iba a comer o si había probado el charqui de llama. La sabiduría se transmitía vana y sencillamente como si fuera solo un asunto del comer y del vivir.

Mientras tanto, leía a Bolaños cruzando una quebrada o una nube. Arrancaba las páginas preciosas y pensaba eufemismos para la destrucción de un libro prestado. Elena me perdonaría. Cualquier cosa puede ser la respuesta o no significar nada. Aquí el libro que es, que era, allí un cerro de siete colores. No se puede estar de acuerdo con el secreto ni llevarle la contraria. El secreto tiene su morada más allá de las palabras, pero un pasito apenas. En la biblioteca que me construyó mi madre siempre había un secreto y yo lo amaba.

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