Reflexiones / Por Lucas Cortiana
Niño de Humahuaca
Sin ninguna clase de adioses se da la vuelta el niño de Humahuaca, contando los billetes y yendo para el lado de la Catedral de la Candelaria, como desdeñando aquella breve coincidencia nuestra. Niño de corazón utilitario. Haber sido para él en ese instante el mismo forastero de siempre, el nombre fantasmal que pasa por el pueblo, el hombre perdido en su tierra que saca fotos y compra llaveros e imanes como si aquellas chucherías pudieran ser verdaderos recuerdos.
Me había sorprendido con su invitación al juego poético como se sorprende a un turista, tirando un poco de la remera, llamando «señor, señor» repetidas veces hasta obtener la atención. «Señor, ¿le puedo recitar mi copla?»
Llevaba una camiseta de Boca con el color azul indefinido de las telas malas que se vuelven violetas y un pantalón de las ferias quemado por el sol de la Quebrada. Pero tenía a punto de salírseles de la garganta los versos que le perturbaban adentro y debía liberar. Yo no esperaba a un niño poeta de Humahuaca como se puede esperar a un guitarrista en una peatonal concurrida o a un pintor en la puerta de una iglesia o a una estatua viviente junto a la fuente de una plaza. Y ningún poeta merece un desaire; ya suficiente tiene con la desdicha aquella de ser un pequeño dios, según Huidobro; una penitencia. Y volvió a decir: «Mi copla para usted y para su señora».
Un amiguito que pasaba lo llamó «Cóndor, Cóndor, cántales la copla de la vida y la muerte».
En la tarde humahuaqueña de calles empedradas y casas de adobe con techos de cardón sólo se escuchaba la fervorosa bocina de los colectivos de las agencias llamando a los pasajeros rezagados, el murmullo perezoso de los restaurantes y cierta malicia indígena flotando en un eco carnavalesco y antiguo. Con una determinación que no aparentaba de su inocencia, el niño de Humahuaca comenzó a elevarse sobre el ruido ordinario: «Sale el sol sale la luna / sale la estrella mayor / todos salen en mi contra / solo Dios a mi favor». El dolor no le impedía cantar, vapuleado por la pobreza y hasta azotado por la noche de precisa oscuridad que le deparaba el futuro. Vaya a saber quién le cantó esas coplas por primera vez y desde qué generación sus antepasados sintieron la adversidad del mundo. Pero ninguna cosa le costaba su imaginación. También dijo, irguiendo la cabeza aún con el sol de frente pero pensando en el abajo rumbo de las vidas, «Pachamama Madre Tierra / todavía no me tragues».
Había cambiado el ámbito en el valle andino, una brisa de la tarde acercaba su canto; alguien, sin embargo, regateaba por unas telas.
Un lugar en sus versos estaba reservado para insertar nuestros nombres, ardid que le permitía mantener en su aliento una complicidad. Por su sangre Huiracocha, de raza de dioses que lloran lluvias, nos cantó que el Qhapac Ñan, el Camino del Inca, nos esperaba; en sus octosílabos estaban el calor y el polvo del tránsito de Humahuaca a Cuzco, y el talento de querer convencernos de que nuestros nombres estaban ligados al destino incaico. Luego, una sonrisa nos amenazó cordialmente. El final jamás improvisado buscaba hacer la rima asonante con la demanda de «propina». «Si no me dan la propina / no se me van de Humahuaca», pero ya habíamos sido derrotados por su arte, su dolor y sus leyendas.
Salimos hacia Purmamarca esa misma tarde. El sol aún estaba alto; la sombra de un cóndor nos seguía por la ruta.