Un cuento para leer en domingo
Los perros del Führer
Por Lucas CortianaCaminó entre los cuerpos que obstruían el pasillo principal. El día no estaba completo sino hasta que los soldados perdían la cabeza en el vértigo de la noche y entraban aullando a las librerías en jauría profana. Luego había que alimentar el fuego. Entrar con las carretillas, cargar la razón, interrumpir para siempre la paz del conocimiento con gritos de guerra, volcarlo todo en las hogueras.
Algunos lomos de las grandes enciclopedias habían sido traspasados por las balas. Las ráfagas trituraban los libros y las páginas quedaban volando en el aire con una pena fantasmal. Los cuerpos, en cambio, sólo yacían; no conocían el vuelo o el aire. Había leído novelas que referían a matanzas pero no lograba evocarlas; volúmenes de la Historia cruel ocultos en las tinieblas de la memoria; gota a gota, la sangre que iba manchando el suelo lo vinculaba más a la realidad que a la ficción, y era todo presente, sin vestigios.
En el mar de hojas, entre los vencidos, estaba el viejo Barberis. Los otros eran cuerpos que la casualidad había llevado hasta allí para morir sobre los libros, igual que Petrarca. Pensó en arrastrar a Barberis hasta el sótano ?una suerte de hemeroteca húmeda? para poner a resguardo su cadáver de lo que la gente llamaba los perros del Führer. Le pareció perturbador pero piadoso salvar un cadáver. Creyó que la muerte era un secreto insondable que no se debía arrebatar, como un último portal de inocencia eterna que debía mantenerse libre de obstáculos, de animales; traspasarlo con el alma útil y no como un desperdicio.
No quería insultar la muerte de Barberis. Aún podía verlo envuelto en el humo de su tabaco leyendo en un sillón detrás de la mesa de saldos. Como si hubiese sido ayer. Recomendándole a Verne y Stevenson en la infancia, a Musil y Huxley en la adolescencia, luego a Mann y Ossietzky. Murmurando citas como rezos, sonetos de Goethe en alemán que resultaban fascinantes. Quería ser como él, como el viejo librero del barrio, asomarse al mundo desde un libro, desde cientos de libros, ser como Barberis.
Ahora sabía cuánto pesaba un muerto. Pero Barberis lo sabría de antes. Hemingway se lo habría dicho en las trinchera de Por quién doblan las campanas o Poe desde la conciencia de un asesino. Pero él lo sabía arrastrando al mismo Barberis al sótano y lo sabía también por los cuerpos que dejaba para los perros del Führer. Esperaba que los otros soldados no lo estuvieran espiando, ocupados en quemar libros en la Plaza, aullando como locos mientras las chispas ascendían semejantes a luciérnagas escapadas de una imaginación incendiada. Se apuró en llegar al sótano ?en la muerte a veces tampoco hay tiempo? y cerró la puerta.
Como pudo lo sentó a Barberis frente a un escritorio cubierto de antiguos diarios. También había un estuche de madera donde Barberis guardaba el tabaco de liar. Los diarios de Berlín tenían fecha de 1933. Informaban sobre las quemas de libros en Múnich, Dresde y Hannover. Alguna vez, recordó, Barberis le había dicho que no usara nunca uniforme militar. Le había leído la «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz» y había recalcado la expresión borgeana «Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario». Recordaba una mueca de asco y un silencio que no habitaba ni Dios.
Sintió que Barberis lo observaba y se desabrochó los botones de la chaqueta. Dejó la ametralladora descansando detrás del cuerpo del viejo librero; temía que sus ojos muertos vieran esa vergüenza. Luego escuchó a los soldados entrando a la librería y los imaginó cargando a Verne y Mann, llevándose una irrecuperable seña de su identidad. Desde el sótano ciego no vio la fogata alta como el Obelisco ni a la Avenida Corrientes cortada por los miembros del nuevo Partido Nacional. Pero no iba a dejar que quemaran los diarios de Berlín ni que los perros del Führer, gregarios y en jauría ignorante, se acercaran a Barberis.