Reflexiones

Una visita a Martha Plaul Rocha

Por Lucas Cortiana
domingo, 4 de agosto de 2024 · 08:00

Algunos días antes de nuestro encuentro, Martha me había dicho que hablaríamos de monstruos, de los monstruos más grandes del mundo; de los monstruos de este mundo, del inframundo, de cualquier mundo. Yo estaba escribiendo el libro que se llamó Olifante siamés y para ella escribir el prólogo de ese libro era la excusa perfecta para ingresar al universo onírico que tanto le fascinaba y al que volvía todo el tiempo.

Entre decenas de cuadros que giraban respirando, Martha solía recibir a sus visitas. «El trabajo vence a la imaginación», solía decir. «La imaginación por sí sola es una cosa ociosa», agregaba, emulando aquella reflexión de Picasso sobre la inspiración. Era cerca del mediodía en aquel otoño cuando toqué el timbre en su domicilio de la Avenida Ceballos. Al instante, flotando en camisón por el largo pasillo de su casa comenzó a acercarse como un espectro brillante; las pantuflas transparentes dejaban ver sus uñas pintadas de azul, y en sus manos varios anillos de forma irregular se asemejaban a estrellas de una constelación secreta. Le dije que su sombra me recordaba al cuento de Hans Andersen porque parecía ausentarse de su cuerpo y moverse como la sombra de otro cuerpo, el de una bailarina o el de un animal o el de un ángel. Le dije: «Martha, tu sombra imita el vuelo de un ángel». «No», respondió, «¿no ves que soy la banshee de Henry Rheam?» El primer monstruo se había revelado.

La seguí a la cocina atravesando un laberinto de pinturas. Había expuesto algunas semanas atrás y todavía convivía con el desorden del arte como si no se pudiese vivir de otra manera. Se movía con naturalidad en aquel caos, de hecho, nuevos cuadros, bocetos y dibujos se amontonaban sobre los viejos. Era sobrecogedor observar el esquema de las fantasías, como ser testigo del nacimiento de un bosque, millones de años atrás, como estar espiando los seis días creativos. Aquellos cuadros generaban un efecto luminoso. Parecían grandes ventanales por donde la vida se aclaraba y de pronto los muebles se encendían por la fuerza roja de los soles y el piso encandilaba por el reflejo de unos ojos a los que Martha les había conferido el don de la irisación. Recordé que Avedon, cuando fotografió a Borges en su casa, ?en la casa de un ciego que no necesita luz?, dijo que se había encontrado a sí mismo en la oscuridad. En la casa de Martha ?en la casa de una artista de la luz?, uno mismo se reconocía en la luz. Algo de aquello le comenté. Martha descubrió una pintura que estaba bajo una sábana enchastrada por témperas. Había un tigre ungido con óleo santo de toda divinidad. Me dijo, citando a Borges: «Los sueños tejen buena parte de nuestra vida. La pesadilla es el tigre del género. Vana ceniza del olvido y de la memoria». Otro monstruo. Con esa cita, Martha comenzó el prólogo de mi libro.

Sentados, ya entrados en tema, sentimos un entusiasmo inocente. Como dos niños que no alcanzan a entender la naturaleza salvaje, intercambiábamos peligrosas mitologías. Al escribir el poemario, le dije a Martha, mi primera intención había sido desplegar un catálogo de criptozoología, pero de esa idea sólo mantuve unas pocas bestias a las que me aferré con devoción lírica: el kraken nórdico; el olifante de Tolkien; el basilisco griego de quien Pierre de Beauvais explicó que nace de un huevo puesto por un gallo y luego es incubado por un sapo. Martha, perspicaz, me dijo que otro monstruo sobrevolaba el libro, protagonista, triste y maldito. Buscó entre unos papeles en los que estaba bosquejando el prólogo y leyó en voz alta mi «Texto 16»: «La poesía es el sueño secundario / entre dos sueños; por eso agacho la cabeza y me arrastro / si digo soy poeta». Ambos recordamos a Huidobro: «el poeta es un pequeño dios». Martha suspiró. «El poeta», dijo. Pero para ese entonces habíamos dejado de hablar de monstruos; nos pareció que habíamos comenzado a hablar del amor.

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