Literatura / Por Lucas Cortiana

El mito de Adrián Vila y los 76 poetas

En una carta que Kafka le envió a su novia Felice Bauer en 1913, el bohemio expresó que su condición ideal de escritura sería estar encerrado en bata en un sótano y que una mano anónima, cada tanto, le dejara algo de comida en la puerta.
domingo, 21 de julio de 2024 · 08:06

Un rapto de características similares ha ocurrido en nuestra ciudad.

Adrián Vila estuvo practicando un estilo de vida semejante a una condena que, en palabras de Kafka, puede llevar «a un grandioso acceso de locura», leyendo en reclusión autoimpuesta poetas hasta pirarse, comiendo, vaya a saber uno cuántas veces al día, si acaso alguna, si acaso un té con galletitas, cada doce horas. Y escribiendo sin interrupciones, como un pulpo, a ocho manos: una sosteniendo un libro, digamos, La modestia del arroz, de Brachetti; en otra un cuaderno para notas; en otra un marcador para subrayar; otras dos en la superficie del teclado buscando la profundidad de las palabras; otras tres dando vuelta las páginas de 54 poemarios de 76 autores chivilcoyanos. Y cuántos ojos serían necesarios. Y cuántas horas de excitación poética resiste un cuerpo. Y cómo quedará ese cuerpo, tenso de furia y majestuosidad.

Hay trabajos que no pueden realizarse excepto salteándose todos los sanos juicios. En Libres & Casa Tomada & Sangre & Mujer & Memoria [Editorial Sophie, 2024], Adrián se enfrenta al imponente monstruo literario de Chivilcoy que escupe versos de fuego como un dragón y convierte la pétrea realidad en flores como una Medusa bendita. Claramente, intentar comprender la naturaleza de un monstruo es ejercer una fuerza a favor de la vida. Esta afirmación es comprensible desde la óptica borgeana de «La casa de Asterión»: amigarse con el monstruo no sólo exige un esfuerzo intelectual sino un corazón cuyo talento para el amor sea mayor que la disposición al odio.

Vila penetró en la imaginación de la bestia (antes dije dragón y Medusa, debí haber dicho Hidra de 76 cabezas) y extrajo la sustancia, las múltiples sustancias, los elementos variopintos que constituyen ese ensueño colectivo. Una finalidad: determinar cómo es la poesía de Chivilcoy, cómo se entrelazan sus voces, a qué muertos le cantan, cuán amplia debe ser la dimensión del tiempo que los agrupa si la extensión de su espacio es la brevedad entre las cotas de su Partido. Vila comprende que en la poesía de nuestra ciudad coexisten los testimonios surgidos de la «reflexión sobre el golpe militar de 1976», la intervención «sobre la vida práctica política», el feminismo, «la sangre como un componente gore», «la indagación en las propias influencias literarias», el lenguaje inclusivo y la gauchesca y la lírica infantil. Y finalmente, Vila advierte, indagar es un exceso de noche y bruma. Cita a Faulkner: «la literatura […] no ilumina nada, pero nos permite ver cuánta oscuridad hay a su alrededor».

Y parafrasea a Juan Gelman, manipulando para sus fines, que en Chivilcoy se escribe «contra las bestias, el olvido», proponiendo una nueva capital provincial de la poesía (en jurisprudencia del teatro), porque en esta área agrícola siempre se dijo que lo que se planta, brota, y aquí, Carlos Ortiz vio que había suelo fértil para la literatura. Que en Chivilcoy hay movimiento, una fuerza centrífuga que escapa del centro del poeta que produce en silencio y busca los bordes de la ciudad para sobresalir incluso en el mundanal ruido. Y descubrir un placer en el justo desagravio de aquel menosprecio del Cortázar de Último round a «Chivilcoy la amodorrada», porque Vila, además, emprende una especie de censo y facilita la estadística: 76 poetas en una ciudad de 70839 habitantes implica un poeta por cada 932 chivilcoyanos. ¿Cuántos carpinteros hay por cada habitante? ¿Cuántos músicos? ¿Cuántos carniceros? ¿Cuántos peluqueros? ¿Cuántos zapateros? ¿Y panaderos? ¿Y ambulancieros? Y lo que no dice la demografía: cuántos de ellos practican, a su vez, la poesía cotidiana del trabajo, la familia y la alegría de la dignidad.

Por eso y por más que eso, en el futuro este libro que hermana a los escritores de una región, será un mito y de boca en boca se relatará su producción como un acontecimiento prodigioso. Vila será un héroe. Y habría que empezar a hablar de esta obra o de Chivilcoy, como de un Parnaso moderno: la patria simbólica de los poetas, el hogar de las musas.

O se contará una segunda versión, otra explicación asombrosa, que, sin embargo, tendrá carácter de verdad. Se dirá que los poetas de Chivilcoy confinaron a Vila a no salir de su casa por cuarenta días y cuarenta noches. Que lo sentenciaron, como a Sísifo, a leer y releer la cifra certera pero fantástica de 1038 poemas y seguir dando vuelta páginas, infinitas páginas de poesía, de poetas que no paran de crear y de soñar, que escriben, como en la máquina de Kerouac, en un rollo de papel inagotable, incesante.

Quizás, más apropiado sea decir que este libro de Vila se parece a «El Libro de arena» de Borges. En el de Borges «el número de páginas […] es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna la última». En el de Vila, la página primera está numerada con su nombre y el ISBN correspondiente; pero la última página la está escribiendo, siempre la está escribiendo, constantemente la está escribiendo un poeta de Chivilcoy.

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