Un cuento para leer en domingo
Gibosa
Por: Lucas CortianaLos dos amantes corrieron entre las rocas oscuras, espantados por el descubrimiento repentino. El cadáver monstruoso estaba tendido casi gentilmente, con una mano en el corazón. En dirección a las simas profundas, las huellas de las pisadas se perdían con la misma urgencia con que la luz de las estrellas se apagaba. Tres grandes brillantes de una constelación, otras seis de otro dibujo en los cielos del sur, una solitaria en movimiento (quizás un cometa), miles más, millones, de esplendor vacilante. A medida que la pareja se alejaba, volteó a ver el cuerpo desproporcionado, blanco y horrible, más blanco todavía en la negra noche, también tendida y monstruosa, junto al cadáver.
Ya a cierta distancia, se detuvieron a descansar. Se ocultaron en las grietas de una cueva, acaso tomando un último recaudo. El rostro gigante redondo sin expresión se veía desde lejos, sin ojos, sin boca, como si no le doliera la muerte, como si la muerte no fuera capaz de desfigurarlo.
Pero aquella fuerza estaba, invisible, apretándolo contra el suelo (ya habría extinguido toda vida del cuerpo), pesada en su incierta forma.
Observaron por unos minutos los pies inmóviles y la barriga reposada, hasta convencerse de que el monstruo muerto estaba muerto y no sólo dormido.
Los novios se acercaron curados de miedo pero no de curiosidad como si quisieran decirle algo importante o como si esperaran que el cadáver contrahecho les contara un secreto, de él, de ellos, del universo.
Debían desconfiar aún de la naturaleza del monstruo muerto porque se detenían cada diez o doce pasos, inquiriendo los dedos gordos, las extremidades inferiores largas de caminar erguido, aguardando que la luz de la esfera llena en el cielo lo despertara y saltara de repente a devorarlos, en dos patas o quizás en cuatro (los miembros superiores también eran largos), que su cabeza desmedida como la luna de pronto revelara unas fauces hambrientas…
Conteniendo la respiración inspeccionaron el cuerpo tan desigual. El rostro liso no les permitía distinguir si la muerte lo había complacido o si una sensación desagradable lo hubiese alcanzado en el instante previo. Habían visto no muchos muertos, pero recordaban algunos viejos de su aldea, exhalando satisfechos. Otros difuntos tristes, como si algo aún se revolviera en su interior, como si algo les hubiese quedado adentro por entregar, comprimido como un aire feroz, el amor mezquinado o lo mejor de sí mismos.
?Por aquí debe estar el corazón ?dijo él, señalando la mano izquierda?, como en nosotros. ?Tomó el brazo y lo dejó caer sobre el pecho.
?Entonces los monstruos también aman ?razonó ella.
La piel suave y limpia, brillante y blanca, casi sin bordes, como desnudo. Era imposible que hubiera llegado arrastrándose como un gusano o salido de debajo de las rocas. Gigante como era, no podría haber venido de la zona del valle ni de las cuencas bajas sin ser visto. Ni podía ser de su mundo ni de un mundo subterráneo. Pero podría haber caído de un mar más limpio en línea recta, acaso un espíritu de carne sin razones para aparecer, pero aparecido puro y albo, o exiliado de una piedra azul como cuando anochece.
Ella rodeó el cuerpo porque ya habían acordado que la parte izquierda del monstruo tenía un corazón que amaba, en cambio en el lado derecho un puño sostenía un palo con un paño y en el paño ella creyó ver todos los soles.
Él ya se había cansado del largo muerto acostado en la densa oscuridad, en cambio esa oscuridad es la que deseaba. O sería la densidad lo que le atraía, arrojarse con su novia a un punto absolutamente negro, lejos de la vista de todos, como dos niños perdidos en el pensamiento de un dios para enamorarse. Buscarse todas las noches en aquel desierto. Escucharse los latidos en el yermo monótono y silencioso. Oculto. La besaba como soplándole y ella le respondía con extraños ronquidos bajo el arco menguante o creciente. En las tinieblas de la fase nueva se doblaban yuxtapuestos despatarrados en dos patas, tres, cuatro, seis, y se abrasaban a un tiempo las caras y los cuerpos y los brazos eran tantos y los dedos eran tantos. Y los dos en el fragor se sacaban horribles sonidos, agachados parecían alacranes, pero si allí hubiesen imaginado a los ángeles, los hubiesen creído a la semejanza de los ángeles.
Ella se lo quitó de encima porque quería inspeccionar los soles en el paño. Soles pequeños como agujeros sobre un cielo azul. El puño apretaba el palo con tal fuerza que daba la impresión de que el monstruo era de piedra, que se había hecho piedra tendido en aquel cráter que era ahora su sepulcro. Ella dijo que el monstruo tenía derecho a descansar, tan lejos estaba de su mundo. Tarde o temprano el polvo esencial del monstruo se confundiría con el polvo de ese lado oscuro y baldío al que no debía llegar nadie, ni ellos a amarse ni el monstruo a morir.
Él se estaba yendo, cuando ella trepó por el cuerpo liso. No le costó subir a la mano, primero, con sus cinco dedos bien definidos que sujetaban el palo y luego caminar por su brazo. En el hombro vio las mismas estrellas y el mismo azul y las rayas rojas y blancas como el paso de los cometas. Llegó hasta la cabeza esférica y se detuvo a mirar. En el rostro se reflejaba todo el cielo. Las constelaciones del sur y las estrellas que nacen y la roca azul, siempre redonda y azul, en el horizonte. Sospechó que debajo de aquel espejo había algo más. Se acercó hasta sentir que dentro aún emanaba una respiración tibia y le pareció advertir una nariz, una boca y un par de ojos. No logró entender el gesto, si aquel monstruo había entregado todo o si se había guardado algo.