Un cuento para leer el domingo
La cabeza del pescado
Por: Lucas CortianaYa no había nadie en el muelle del puerto de Nantucket cuando el joven George Pollard llegó, ciertamente demorado, el 12 de agosto de 1819. Apenas las tablas mojadas por las pisadas de las botas justificaban movimientos invisibles y un inmediato pero fantasmal crujir de las maderas aún se agitaba en el aire húmedo de la mañana. Quedaba, a su vez, el olor a los hombres, resumido en transpiraciones saladas que ondeaban como una bandera hedionda y escamosa. En el reflejo del agua, la misma composición de nubes que permanecía estática desde la madrugada en el tiempo del cielo, era movida hacia adentro y hacia lo hondo, como si el cielo y el agua respondieran a distintas leyes y a distintos dioses. A lo lejos, el barco de pescadores, marrón y desgastado, que había dejado a George, parecía un animal deforme y ajeno sobre aquel mar azul y nuevo.
George Pollard observó el balde rebalsado de cabezas de pescados y a un viejo limpiando los róbalos que sacaba de un barril con hielo. Algo más apartado, un breve fuego apenas se mantenía encendido. El viejo también había estado observando a George.
?La mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa ?le dijo al muchacho, mientras la larga cuchilla descansaba a un costado y los dedos retiraban vísceras y tripas?. Hay un tipo de suerte en cada cosa ?agregó?. Una suerte si te hubieras ido, otra suerte en haberte quedado.
A George, que creía tener un destino de mar, aquel juicio al principio le pareció un insulto. Enseguida notó, sin embargo, que la expresión del viejo carecía del entusiasmo grosero del ofensor y era, más bien, amable y paternal. Y le pareció aún más sincera cuando le pidió que arrojara las cabezas al fuego, respetando las viejas supersticiones de los nativos. George, acostumbrado a trabajos de mantenimiento, limpieza y conservación en las cubiertas, como a seguir órdenes, no dudó en realizar la tarea.
El balde tendría unas veinte cabezas grises con las bocas exageradamente abiertas. Mientras George caminaba, la sangre o el agua del balde las salpicaba o las sumergía y parecía mitigar cierta oscuridad en los ojos muertos.
A medida que arrojaba las cabezas una a una a la pequeña hoguera, llamó la atención de George una cabeza con la boca cerrada. El aspecto le confería a la cabeza una distinción severa y serena. Se atrevió a pensar que hasta había una especie de elegancia y de belleza. A sus espaldas, el viejo descamaba con golpes largos y fuertes, luego cortaba las aletas sujetando las puntas de las aletas en el aire, y a continuación, deslizaba el cuchillo desde el vientre hasta el cuello evitando perforar los intestinos. Tres o cuatro palabras se escuchaban, y George no sabía si venían del viejo o si las decía alguna de las cabezas hundidas en sus propios líquidos o crepitando en el fuego: «Para mi suerte, para mi suerte…»
A George poco le importaban las tradiciones y los agravios y más aún desconocía el asco. Sin embargo, con cierto respeto por la cabeza de pescado de gesto desigual, le abrió la boca con sumo cuidado, casi como evitando hacerle daño. Allí, reposada como una perla en una ostra, una moneda resplandecía.
George era un muchacho honrado y no se consideraba ambicioso, por eso descartó la idea de entregarle la moneda al viejo supersticioso, quien ya había definido los destinos de las cabezas y de la moneda, y en su lugar, regalársela a Ishmael, el pobre vendedor de libros.
Por las calles que iban hacia el Puerto Viejo, encontró a Ishmael oculto entre los anaqueles de su biblioteca. Ishmael también había sido un marino, pero escogía recordar sus tiempos en el mar recostado en sus cómodos sillones entre miles de libros, como un comerciante fracasado y despreocupado. El lugar estaba oscuro, pero Ishmael leía a la perfección los renglones finos del Pensées de Blaise Pascal.
?Tuve que hacer tres viajes a Francia para conseguir esta primera edición ?dijo Ishmael?. Y con esta, son tres veces que la leo completa.
El joven George se mostró ligeramente interesado por el libro, aunque reconoció haber encontrado la excusa necesaria para entregarle la moneda de la cabeza del pescado sin ofender al viejo librero. Cuando Ishmael vio la moneda, dijo que valía más que el libro, pero George argumentó que la moneda no solo pagaba el libro sino también los tres viajes que le habían costado conseguirlo. Ishmael le entregó el libro marcando una página, un párrafo y una línea: «La mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa», tradujo Ishmael. También le regaló al joven George, un diccionario de francés.
Algunos perros rondaban el mediodía a la salida de la librería de Ishmael. Lo seguían a George, impregnado del olor a los pescados, olfateándole las manos y las ropas. Mientras caminaba sin rumbo, George pensaba en que había perdido una oportunidad única de ganar experiencia en el ballenero Essex de 27 metros de eslora y 238 toneladas de peso en travesía hacia las zonas de caza de ballenas en el Pacífico Sur.
Una señora les arrojó unos panes a los perros y George logró caminar con soltura hasta su casa con la intención de leer a Pascal, sin otra cosa mejor que hacer.
Con un plato de sopa caliente, George se acostó respirando unos últimos suspiros de tierra que creía definitivos. Le sonó a burla el murmullo en los botes, el sonido metálico de las lanzas, las puntas de arpón y las anclas, y se lamentó de la fortuna que lo empujaba lejos del océano. Sintió envidia por los tripulantes del Essex y aunque su corazón se resistió, en algún momento sus pensamientos se rindieron a un deseo oscuro de naufragio.
La tarde pasó lentamente traduciendo con dificultad el libro de Pascal. Igual, sin importar si lenta o dificultosa, se hizo de noche como un milagro o una resignación. George no era diestro en las lenguas, pero creyó haber hecho un buen trabajo con el enunciado que interpretó y escribió en la contratapa: «Todo lo que yo sé es que debo morir pronto; pero lo que más ignoro es, precisamente, esa muerte que no sabré evitar». Esa pequeña alegría lo hizo saltar de la cama y pensó en mostrarle a Ishmael la revelación. El movimiento brusco hizo caer un papel escondido entre las páginas del libro. La letra de Ishmael, borrosa como un susurro, indicaba unas coordenadas extrañas: «Biblioteca III, estantes I-V: archivos, diarios y una novela».
Pasó por el muelle, aunque no estaba obligado a tomar ese camino, a comprobar que el viejo ya no estaba limpiando róbalos ni arrojando sus cabezas al fuego ni que no era la noche del día anterior y el Essex aún aguardaba allí, dormido antes de zarpar. Las calles hacia el Puerto Viejo estaban fatigadas y los mercados habían cerrado temprano. La librería de Ishmael casi permanecía anónima, sin que nadie comprara sus volúmenes traídos de cada esquina del planeta, desautorizándolo, tácitamente, como viajero.
La puerta estaba entreabierta y la casa se correspondía con una oscuridad que ni la noche o un pozo profundo podían tener, sino sólo algo que guarda las cosas malas. Una luz brillante venía por el pasillo de la biblioteca. George siguió la luz hasta que el brillo daba un espectáculo de transparencia en la sala. La moneda que George Pollard había sacado de la boca del pescado estaba sobre uno de los estantes como un faro en un mar borrascoso. El estante era el primero de una biblioteca ancha que llevaba grabado el número «III». Otros hombres de mar hubieran maldecido por las barbas de Neptuno, pero George era, mediocremente, apenas un hombre de tierra.
George pudo descubrir en los primeros cuatro estantes que Ishmael guardaba los diarios de Nantucket, New York y Londres con las crónicas del naufragio del Essex, cuatro días después de su partida. Leyó que debido a los errores de cálculo del capitán George Pollard, el barco fue golpeado por una tormenta. Los periódicos de los meses siguientes situaban al barco en las Azores y luego en el Cabo de Hornos. Unos archivos prolijamente encuadernados señalaban que el 20 de noviembre de 1820 un enorme cachalote blanco había atacado el ballenero y este había comenzado a hacer agua. A salvo en algunos botes, la tripulación vio el hundimiento del Essex y logró llegar a la isla Henderson, con escasas provisiones.
Los registros de Ishmael llevaban violentos subrayados, más y más violentos a medida que el alimento de la isla se agotaba y los obligaba a zarpar nuevamente. Las páginas se tornaban rojas por el énfasis de Ishmael mientras menor era la esperanza para el capitán Pollard. Llegado al día 20 de enero de 1821, el primer miembro de la tripulación moría justo cuando se quedaban sin suministros.
A George le costó leer los relatos de canibalismo y pasó rápidamente las páginas hasta su regreso a Nantucket, casi dos años después.
Absorto e incrédulo, el joven George Pollard se agachó hasta alcanzar la novela en la parte inferior de la biblioteca. Llevaba en el lomo el pretencioso pero memorable nombre de Moby Dick.
El afanoso prólogo explicaba que su autor había visitado al retirado y frustrado excapitán George Pollard, ignorado por su pueblo y discriminado como un maldito, buscando inspiración para la historia de un capitán obsesionado con la caza de un monstruoso cetáceo. El joven George comenzó a leer la narración pero el agobio de la madrugada y de las vidas futuras, de la realidad y de las ficciones, lo arrastraron a un sueño, como el que duermen muchos hombres después de muchos viajes y luego de atravesar muchas muertes.
Varios golpes en la puerta despertaron a Pollard en su casa la mañana del 12 de agosto de 1819. El primer oficial Owen Chase y el segundo oficial Matthew Joy esperaron en la entrada mientras el capitán se vestía. El ballenero Essex esperaba en el puerto de Nantucket bajo una llovizna complaciente. Los tres hombres caminaron sin prisa, repasando los detalles finales; temían que alguno de los torpes marineros se hubiese quedado dormido. Dos o tres perros rondaban a un viejo que limpiaba róbalos con un cuchillo largo y sediento y arrojaba las cabezas de los pescados al fuego, respetando las antiguas supersticiones nativas.
El capitán George Pollard apenas observó al único pescado que quedaba en el fondo de un balde.