Literatura

Elisa, perfectamente

Un cuento para leer en domingo...
domingo, 19 de mayo de 2024 · 08:00

Él le escribía cartas todos los días porque era poeta. Por debajo de la puerta de la calle Pellegrini deslizaba el sobre, no con poca dificultad; al agacharse le dolía la cintura y en una ocasión, cayó duro al suelo, sin poder moverse. Una mujer lo vio en la semioscuridad que engendran la noche y las luces falsas de las estrellas reflejadas en las ventanas y lo ayudó a incorporarse.

Otra vez, al otro día, cada noche, sellaba el sobre lamiendo en la goma arábiga, y vestido con su mejor traje y con los zapatos lustrados caminaba hacia la puerta añorada sobre las piedras duras de la distancia (el olvido) pero ascendiendo en círculos a un cielo del amor, cantando, sonriendo. Y antes de llegar, poco antes, algunos metros, con la puerta ya divisada, el pomo fijo de bronce, el haz de luz surgiendo blanco y somnoliento, estiraba la mano, la mano y el sobre cerrado con la saliva enamorada y suspiraba «alcancémonos, alcancémonos, Elisa».

Ella también iba, aunque decía que había una mezcolanza en el aire, aromas de la vida y la muerte y mucha tristeza, pero ya no en el aire sino en la lentitud del tiempo. Para apaciguar la sensación de la pena llevaba velas aromáticas o perfumaba un pañuelo y lo ondeaba por los ambientes, pero poco podía hacer para que el tiempo fuera benévolo con ellos. Intentaba ser indiferente, desvariar con el movimiento de la luna, no quedar expectante del futuro ni hacer caso a las promesas de amor que acordaron por los siglos de los siglos…

Del comienzo, no podría dar otros detalles más que estos. Era poeta y era, más aún, poeta de Elisa. Se enamoró y allí terminó todo. El principio y el final de sus versos era Elisa, como si ya fuera, de antemano, su propio cadáver.

Lo encontraban escribiendo en la estación del ferrocarril, abandonó trabajos, cosas más o menos útiles, pedía frutas en los mercados. «Soy un romántico, amigos; y la inocencia me mata», decía. El padre de Elisa, le dijo, cuando fue a buscar su bendición, «¿Usted está loco?» Trazaba en al aire señales, como un signo sacramental, pero finalizando en un beso para Elisa.

Le escribía poemas que ensobraba con papel de diarios, como si fueran huevos. Se apostó frente a la casa de Elisa un año entero, en la vereda de un café, que el dueño, por buena gente, consentía en tolerarlo y hasta le daba una taza diaria, como a un mendigo o a un Verlaine o a un Rimbaud o algo aun peor. Escribió sonetos en servilletas que dejaba en la puerta de Elisa cuando el padre de Elisa no estaba. Hasta que una noche, arrodillado en la puerta, con un poema en un sobre, manchado de café o de sangre, Elisa abrió encontrando al poeta en posición de declarar. Cansado y con los ojos hundidos le pidió casamiento y ella aceptó.

Escribió otra carta. Un mediodía en que no se afeitó ni se puso el traje. Respiraba fuerte por las fosas nasales, en la mesa se había derramado la sopa y las moscas revoloteaban sobre sus nudillos nerviosos. Le costaba poner hasta sus simples iniciales, el recuerdo se le desordenaba. Fracasó al intentar escribir octavas reales a la manera del Góngora de Polifemo y Galatea. Quería llegar a silvas, aunque sea a los octosílabos de los Romanceros Viejos pero las palabras estaban amuralladas.

Se sentía abandonado, pero abandonado por dentro. De todas maneras, qué diferencia haría una carta más, una carta menos. ¿Elisa le había respondido alguna vez? ¿Al menos habría leído sus cartas?

Salió al patio como cada día, los otros sujetos también se veían muertos o abandonados. La cabeza gacha, la mirada al más profundo suelo, como buscando algo que se les hubiese perdido, como si no supiesen qué se les hubiese perdido, como si no supiesen que algo que se les hubiese perdido estuviera perdido.

Caminó junto a ellos como en una procesión hasta que distinguió la casa de Elisa entre la lluvia de una juventud, frente al café envuelto en un viento que volaba las servilletas, sus poemas.

Cruzó la calle; había olvidado lustrar sus zapatos. Si lo viera el padre de Elisa…

La calle de piedra pero los pies iban en círculos como buscando una nube, un cielo del amor, como siguiendo las huellas de un poeta adolescente. Le dolía la espalda porque los huesos se le estaban astillando, yendo al más secreto polvo. ¿El poeta no iba sonriendo?, ¿no iba cantando?

La casa de Elisa estaba como colgando del aire, silenciosa, inhabitada. Dobló el papel y cerró el sobre. Mientras se agachaba, no supo, no estaba seguro de saber lo que había escrito. Aun así deslizó el sobre bajo la puerta.

A Elisa la llamaron una tardecita, porque el poeta se estaba desangrando. Salió de prisa, entendiendo que las velas aromáticas no eran importantes. Al cerrar con llave le creyó transfigurado de rodillas en el umbral…

Un hombre de traje se lo mostró, dormido, dócil sobre una camilla blanca. Las heridas en las muñecas, hechas con un bolígrafo caído de vaya a saber qué guardapolvo, estaban cubiertos por vendajes Le dijo que había sido una semana difícil, había estado inquieto. Una enfermera lo había levantado del suelo algunas veces, tumbado contra una pared como esperando una respuesta. Y el hombre le dio a Elisa un montón de papelitos garabateados por delante y por detrás, que el poeta dejaba en su habitación o en el patio o debajo de la puerta de las habitaciones de los otros locos. «Pero qué curioso», dijo el director, al revisar la caligrafía alienada, «aun escribe «Elisa», perfectamente».

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