Un cuento para leer en domingo
El ciego y el caminante
Por: Lucas CortianaEl nombre del hombre es Anáximo o Anh – Apsim o Anaximandro o Alejandro, según los narradores. El paso de los años le ha perdido su apellido, si es que tenía uno, y su linaje.
Al costado de un camino, cerca de las ruinas de una ciudad que alguna vez fue grande, un ciego pedía limosnas. Aunque era pobre y viejo, su lamento provenía de haber desperdiciado sus años en empresas vanas y haber querido atrapar sueños huidizos. El ciego se encontraba entre dos columnas de humo que acusaban extintos fuegos bravos que habían ardido con extraordinario hambre devorando edificios y casas, hombres y animales, ídolos y dioses, pirámides y tumbas, obeliscos y templos, pasado y presente. Sólo un ingenio prodigioso podría ver en aquellos escombros, algún país próspero; pero el ciego, de espaldas, es decir, aún más ciego, sólo consideraba el futuro, como un profeta obligado a vivir en un mañana invisible pero iluminado en la noche de sus ojos. Algunos que han contado esta historia, han dicho que aquella ciudad podría ser Ur, la Babel de la confusión de las lenguas, Axaxaxas, Atenas u otro reino derrotado; lo cierto es que el nombre de la ciudad también se ha perdido.
Los pasos descalzos que se acercaban obligaron inútilmente al ciego a girar la cabeza. Y cada parte de su cuerpo, unánime y nerviosa, ensayó el gesto de costumbre de alzar el tarro y pedir. El que se aproximaba no era tan distinto al ciego. Si el ciego era un sobreviviente de un viejo mundo en cenizas, el caminante, joven y ambicioso, tenía la determinación de inscribirse entre los vencedores del nuevo mundo. La agitación del tarro hizo el ruido que hace el vacío en un pozo sin fondo. Sólo cuando el joven lo dejó atrás, el ciego, sin levantar demasiado la voz, le pidió la caridad. El caminante volvió los pocos pero excesivos pasos que lo habían alejado del viejo mendigo. Ahora quedaba a sus espaldas la moderna ciudad que se alzaba sobre el horizonte con sus posibilidades únicas y sus ilusiones flamantes. Con un injustificado sentido de superioridad, el joven le preguntó al ciego qué podía hacer por él.
?El tarro está vacío ?dijo el ciego? y la nueva ciudad está demasiado lejos para mí.
El viejo hablaba de la ciudad pero también de la esperanza.
El caminante palpó sus bolsillos y era cierto que no tenía nada. Había caminado durante tantos días y cruzado tantas fronteras que no recordaba otra cosa de sí más que ser un extranjero. Le dijo, sin embargo, que pronto sería un señor en la pujante ciudad y que no olvidaría volver a dejarle pan y unas mantas. El ciego bajó el tarro con la prestancia de un hombre honorable y se atrevió a una sugerencia: «No quiero pan ni mantas. Cuando seas rico y tengas fama, puedes pasar por este camino polvoriento y echar en este tarro vacío una moneda, una llave y dos piedras.»
Como queriendo demostrar que nadie podía hacer un trato de esa índole, pero también algo avergonzado, el joven le dijo que esa misma noche le traería pan para comer y mantas para cobijarse. El ciego, algo abrumado por la insistencia, le repitió su deseo: una moneda, una llave y dos piedras.
Ninguno de los dos saludó, pero se dice que el ciego señaló el camino hacia la hermosa ciudad menos como guiando a un extraviado que como enviando a una encomienda. De esta ciudad tampoco hay un consenso entre los que oralmente han transmitido esta historia. Algunos la llaman la Babilonia de Nabucodonosor, otros Uqbar, otros Roma.
Al menos transcurrió un año entre el primer y el segundo encuentro. El viejo hombre ciego seguía en el sendero sucio que conducía a la ciudad luminosa y aún no había obtenido nada de aquel acuerdo. Sin embargo, nada había turbado su paz ni lo había desesperado, aun cuando su tarro estuviera más vacío y tan vacío como el peor y más profundo abismo. Un día se escucharon los pasos de unas botas. «He vuelto», dijo la voz, pero se percibía que la mirada del hombre que hablaba no descendía al mendigo, sino que altaneramente miraba hacia arriba como hablando con Dios. El ciego reconoció al caminante viniendo de la dirección opuesta, de la ciudad enorme, rica y triunfante. La Nueva Babilonia, la Nueva Roma. «Y aquí sigo en la sombra», contestó el viejo, sin un atisbo de rencor, ni queriendo mirar al hombre ni queriendo mirar a Dios, sino al hombre dentro de sí mismo. Una mano con anillo de oro se metió en un bolso. De la bolsa salió un puño que arrojó una moneda en el tarro del ciego, que sonó con el ruido que hacen los metales que se chocan entre sí, cada vez que la moneda giró hasta aplacarse en el fondo. El caminante saludó con su mano y su anillo de oro, y el ciego, aún ciego, sintió un resplandor del sol en el oro, como si una estrella de pura amarilla luz lo volviera a dejar ciego.
Otro año pasó sobre los dos hombres, sobre las dos ciudades y sobre el camino que unía cada destino. El ciego, sobre la senda del mundo, escuchaba las ruinas del antiguo imperio desmoronarse sobre otras ruinas, y algo más lejano pero igual de certero, los ruidos de la ciudad nueva festejando sus triunfos y marchando sobre la faz de la tierra. Un jinete paciente subía hacia el mendigo. En la mano llevaba un compromiso que era suyo y del hombre que había sido. «He vuelto», dijo el joven, sin bajarse del caballo. El viejo había esperado sin enloquecer.
?Este año he dormido muy poco ?dijo el ciego?. En la ciudad vieja, los buitres aún no han terminado con los cuerpos; en la ciudad nueva se oyen a las multitudes aclamar tu nombre.
Trató de levantarse, pero el joven lo detuvo. De la buena altura que le daba su caballo, arrojó una llave que acertó en el tarro que ya guardaba la moneda y un lugar para más promesa.
?Comprendo que me pidieras una moneda ?dijo el joven? y hasta puedo imaginar el valor simbólico de una llave, pero no logro descifrar el motivo por el que tengo que traerte dos sencillas piedras. Sin embargo, porque me antecede mi palabra y me sucede cada noche la curiosidad, volveré por este camino donde espero encontrarte.
«Hasta el próximo año», se dijeron, ambos con un apego inusitado.
El tiempo pasó más rápido en el reino nuevo que en el aburrido camino. Conforme a esa vorágine y éxtasis, el joven caminante había triunfado en el comercio y en la guerra, en las artes y en la filosofía, había recibido títulos y tierras y lo habían hecho príncipe. Sin embargo contaba los días, que se volvían innumerables y pesados, para ver al viejo en el viejo camino hacia la ciudad vieja. La noche previa a su encuentro ninguno de los dos durmió. Apenas salió el sol, el joven príncipe hizo preparar su caballo, su carro y su séquito. Se adornó, como de costumbre, con un traje regio y collares, zapatos de azul perfecto y una corona con ocho florones con forma de hojas de apio, interpolados con ocho puntas de oro más bajas, terminadas en perlas e igual número de diademas de oro y cargado de perlas, rematadas con un orbe cruzado situado encima. Tomó con cuidado, de un cofre precioso, las dos piedras que había estado reservando. Ordenó partir a toda marcha.
El viejo ciego estaba reducido casi hasta desaparecer, al costado del mismo camino, cubierto por el polvo, y su rostro, arrugado por algo más que la vejez. Su mano hacía sonar un tarro con una moneda y una llave.
El galope de los caballos se detuvo a sus pies; el príncipe, esta vez, desmontó para sentarse junto al mendigo.
?He vuelto ?le susurró?. Ahora soy más poderoso y más grande, más rico y más famoso. Soy el nuevo príncipe de la ciudad nueva.
El viejo ciego casi no podía hablar. La lengua terrosa, los labios resecos, la garganta desolada, lo silenciaban.
?Te traje las dos piedras.
?Dile a tus súbditos que se vayan y ponlas en el tarro ?dijo el viejo con dificultad.
El príncipe hizo dos señas: con la primera un sirviente le alcanzó el cofre y con la siguiente sus escoltas volvieron al reino.
El joven príncipe abrió el cofre, sacó las dos piedras y las dejó caer con cuidado en el tarro oscuro. El príncipe, ?él suponía que por discreción?, no quiso preguntar. Temía, aunque él no lo supiese, desordenar algún universo de sueños y realidades o secretos insuficientemente ajenos y demasiado propios. El viejo se apoyó en el hombro del joven para reincorporarse y una vez enhiesto se sacudió las mantas sucias y el cabello enmarañado, y las rodillas esqueléticas le sonaron siete veces. Le dijo, sacando la moneda del tarro: «Con esta moneda que era tuya me haré rico en la ciudad nueva». Le volvió a decir, sacando la llave: «Con esta llave, que era la llave de tu reino, entraré a la ciudad como su dueño y príncipe». Y le dijo, otra vez, mientras se colocaba las dos piedras en el cuenco de sus dos ojos: «Con estos ojos que eran los tuyos, vuelvo a ver el pasado, el presente y el futuro».
Otro príncipe subió al caballo. Otro mendigo ciego quedaba al costado del camino. Según los narradores, en un país que nadie recuerda o nadie quiere recordar, hubo un hombre que se llamó Anáximo o Anh – Apsim o Anaximandro o Alejandro. Así se llamó un hombre o se llamaron dos, que para la historia del mundo, puede ser que sean el mismo.