Cuento

Sosteniendo el fuego

Por: Lucas Cortiana
domingo, 24 de marzo de 2024 · 08:00

Entre los dedos tenía el fósforo que había iniciado la hoguera. Una caja grande de madera cerrada con cadenas y candados se incendiaba en medio de una pradera silenciosa. El fuego tardaba en aliviarse. Había una tensión en las llamas entrelazadas de colores violetas, amarillos y azules que ascendían al cielo. A pesar de lo absurdo, László escuchaba el crepitar brusco de las astillas y esperaba que un poder especial asistiera. La humareda le molestaba en los ojos pero László seguía con la fanática idea de mirar fijamente sin parpadear. Se refregó los ojos llorosos algunos segundos y al abrirlos vio el carbón de las últimas tablas. Se acercó moviendo los brazos para apartar de su paso la cortina gris y el olor a quemado; en la nariz se puso un trapo colorido y largo, acaso un pañuelo, que llegaba hasta el suelo. Empezó a revisar entre los elementos achicharrados y los metales ardientes. En las cenizas de ropa brillaba una cruz y unos grilletes. Cuando László estaba a punto de recoger la cruz plateada e incandescente, la vos de su hermano Ferenc lo sobresaltó.

?Esta noche nos toca alimentar a los animales ?le dijo? ¿vamos?

Había quedado una montaña imperfecta de restos calcinados. László le echó agua y luego esparció una palada de arena para extinguir las brasas. Apoyado en el mango, László miró a su hermano y le preguntó si se sentía preparado para el día siguiente. Cada uno tenía sus preocupaciones. Ferenc tenía las suyas. El rostro triste inmejorable de su hermano, la farsa perpetua, la máscara sonriente pero el humor profundo gimiendo. Ferenc tanteó su cuerpo, revisó las palmas de sus manos y las plantas de los pies, abrió los brazos y giró sobre sí para que su hermano constatara. «Estoy preparado», le dijo.  

La caminata hasta el campamento se hizo lenta; Ferenc no quería participar de la animada reunión que cada viernes a la noche se celebraba en la tienda grande; se sentía indefenso ante el bullicio y las multitudes, y prefería, en cambio, retirarse a los corrales y las jaulas o recluirse a las habitaciones oscuras y expulsarse a encierros y celdas. Sin embargo, a László le parecía terrorífica la soledad y hallaba una fascinación en el bochinche. Una fascinación parecida a la que sentía por su hermano mayor, que era, también, un embeleso doloroso en la memoria, porque los bigotes alargados, la silueta atlética y musculosa y el espíritu temerario le recordaban a su padre. No lo nombraban por obligación ni buscando fragmentos de la muerte entre sus sílabas, pero era imposible no encontrarlo en cada conversación. Cuando lo nombraban temían que al sábado siguiente la cúpula cayese sobre ellos o que las fieras se revelaran. Optaron por decirle «papá», a secas. Se preguntaban «cómo lo haría papá», mirando las cerraduras de hierro. O con la pericia que confieren las malas experiencias, Ferenc confesaba, si el éxito ya era consumado, «lo hice mejor que papá». Pero siempre, cuando se apagaban las luces y las tribunas se desocupaban, volvían a la escena del horror. Lászlo sosteniendo el fuego. Su padre les había dejado algunas de sus pertenencias. A László le había regalado un reloj de bolsillo que guardó en una cajita como en un nicho. Su padre, tan diferente a él, tan parecido a su hermano. «Nunca me convertiría en vos ni en mi padre», solía decir László. «No es necesario», decía Ferenc, «porque yo ya me convertí en él».

Ambos cargaron los baldes con comida: heno, zanahorias, manzanas, pescados y carne. Antes, Ferenc había pasado por su tienda a ponerse una camisa vieja y un pantalón. Le molestaba una ampolla cerca del hombro y se frotó con aloe vera. Al salir, László le reprochó la demora: sólo alimentar a los elefantes y darles agua les llevaría varias horas. Quería beber palinka y bailar. Y quería un rato con los monos, con los que compartía su inclinación por las bullarangas. «Hay que descansar bien», le había dicho Ferenc más temprano. «Budapest será nuestra consagración».

Hasta entrada la madrugada alimentaron a los animales del circo y cargaron carretillas de estiércol. La fiesta gitana en la carpa grande se extinguiría recién con los primeros rayos de la mañana. Solo Lászlo pasó a beber; su hermano estaba absorto por el número. Antes de separarse, Ferenc le pidió la cruz. László le dijo que le colgaría del pecho cuando lo ovacionaran.  

El espejo le devolvió a László la mirada triste. Era la noche y era el lugar. La nariz roja, el maquillaje blanco en la cara y la sonrisa grotescamente grande sobrando las comisuras, no lo hacían más feliz. No merecía otro destino que el del hijo menor, del huérfano, del payaso, tan distinto a su padre. No merecía la cruz plateada ni el arte de Ferenc.

Salió del camarín cuando el saltimbanqui anunciaba el acto principal. En la oscuridad de la trastienda se encontró a su hermano pero no cruzaron palabras. Entraron juntos a la pista del circo: Ferenc semidesnudo e imponente, László tropezándose con sus zapatos gigantes. El público reverenció y luego estalló en carcajadas. Un acordeonista tocaba mientras László sacaba un pañuelo colorido e interminable, disparatado y gracioso, pero mojado de algunas lágrimas. Luego interactúo con unos monos con los que compartía la escena de las cáscaras de banana. A sus espaldas, una mujer hacía rodar una caja de madera. La música del acordeón cesó y se escucharon serios redobles. Como una oveja, Ferenc se dejaba poner los grilletes que László cerraba en los tobillos y en las muñecas y se entregaba a las cadenas que lo enredaban. Sólo se miraron a los ojos cuando László se quitó la cruz y se la colgó a su hermano. La caja grande daba la impresión de un ataúd monstruoso y tenía el mismo olor y la misma ausencia. A Ferenc le gustaba aquella soledad, creía que era la misma soledad que había ensayado su padre. Del lado de adentro, Ferenc escuchó a su hermano rodeando la caja con otras cadenas, más gruesas y pesadas. Antes de cerrarla, László arrojó un reloj que no sentía suyo. Solo la luz del fósforo se vio cuando las luces se apagaron. Y la mano sosteniendo el fuego. A László le gustaban los aplausos.

Comentarios