Un cuento para leer en domingo
La memoria de Helena
Por: Lucas Cortiana?Bien, Helena, ?dijo el padre? ¿Sabés lo que es una adivinanza?
La soñante niña lo miró por unos instantes con sus ojos nocturnos algo adormecidos. Jamás había estado despierta hasta tan tarde. El reloj de su habitación daba las doce quedando en ruinas, las agujas se detenían en un ángulo absurdo y el tiempo no circulaba, sino anónimamente. Helena no sabía qué pasaba tras esa hora, excepto alguna calidad distinta de sueños.
El cuento era más complejo que los de las noches anteriores, lo sospechó al ver la fotografía del escritor en la contratapa. Su padre leía las historias por debajo del arco de la luz del velador, quedando tan iluminado y blanco que su sombra parecía una criatura emancipada con un cometido propio. Desde la perspectiva de Helena, la sombra de su padre era una especie de guardián de la puerta de los misterios. La realidad jamás intervenía en aquellas lecturas, sólo daba señales la imaginación, como millones de pequeñas luciérnagas amarillas atrapadas en una botella, liberadas, sin especulación, todas juntas. En los pasajes que en un principio creía inadmisibles empezaba a entrever el mundo adulto, entre las interferencias de la prosa brotaba una materia clara del ingenio de los hombres. La palabra flotaba entre Helena y su padre, la noche producía ese efecto, hacía a las palabras leves y las dotaba de colores etéreos. Pero no entenderlas las cargaba de gravedad y alborotaba el aire entre ambos. “Adivinanza”, repitió Helena, mientras repasaba las posibilidades limitadas, los cuentos y las canciones, uno o dos por noche, todas las noches, cada semana y así evocar la palabra y su significado. Helena se tocó la frente e hizo un gesto como si estuviera extrayéndose la piedra de la locura. Pero había algo que no debía estar ahí, un cierto conocimiento, y un recuerdo sin pasado. Sabía de las adivinanzas por el Enigma de la Esfinge, por las mitologías y por la ciudad de Tebas. Eso había estado allí por mucho tiempo. Esas piezas que daban respuestas a asuntos de los que nunca había oído hablar. El conocimiento la impelió a una expresión desafiante, de sabelotodo, pero pronto volvió a ser la niña que escuchaba un cuento de su padre, que se rendía al sueño y no podía decir nada, ahora de costado y abrazada a la almohada. El rumor de su padre cerrando el libro, besándole los ojos y apagando la luz, ya pertenecían al ámbito donde Helena fantaseaba dormida.
La noche aún no se había despedido de ella cuando despertó ahogada por un llanto antiguo. Alguien corrió por un pasillo y le alcanzó un vaso de agua y una pastilla. Las manos suaves de mujer le acariciaban el pelo y le acompañaban el movimiento del vaso a la boca, le tocaban el pecho queriendo serenar el corazón. Helena se refregó los ojos y miró a su alrededor con descreimiento, como arrebatada de otro lugar y otro tiempo, pero sin movimientos bruscos ni estrépito ni violencia, transportada entre las plataformas mullidas de dos camas.
?¿Dónde está papá? ?preguntó.
Recordaba que aquella mujer ya había tratado de engañarla otras veces, que la quería convencer de cosas que no eran. Que había una meticulosa articulación de mentiras que siempre tenían como primera intención ocultar la ausencia del padre, como si quisieran cubrirle el rostro, el cuerpo y la memoria.
La mujer había permitido que la luz del velador volviera a arder en la habitación y con la luz el sueño se había disipado. ¿Cómo lo recuperaría? ¿Sería cuestión de dormirse otra vez e ir a buscarlo? ¿Cómo sería aquello, irrumpir en su propio sueño? Quedarse bajo el dintel y verse a sí misma en la cama sin que su padre advirtiera que otra Helena escuchaba sus cuentos. Avanzar en puntas de pie y cobijarse en su sombra, procurando descubrir algún misterio. La mujer no preguntó a qué se debía la agitación, pero secando las lágrimas de Helena se la veía cansada. Tampoco respondió a la pregunta de Helena y aquel silencio resultaba convincente y sincero. La recostó con cuidado y alisó el acolchado. Pero el país al que regresaba Helena no era el mismo, aunque su padre estuviera allí. A veces la hamacaba empujando suavemente su espalda y en ocasiones caminaban a la par en una playa. El sol siempre de frente, acariciando pero encegueciendo. Helena se columpiaba más alto para tocar el sol con los pies o con dos dedos aplastarlo sobre los edificios. Y al volver la mirada, naranja y encandilada, una amenaza de soledad la alcanzaba: detrás de ella no encontraba a nadie y a su lado no había nadie. Helena detenía el vuelo en la hamaca y el paseo en la arena. Mirase a donde mirase, era una niña sola en el mundo. Cuando la mujer apagó el velador la sensación fue la misma, solo que sentía que su cuerpo estaba derrotado por el mundo invencible y por el invicto tiempo. Como si el polvo del último siglo se hubiese posado sobre sus huesos y un dedo muy oscuro de Dios le borrara la memoria.
La noche siguiente su padre comenzó a leerle un cuento nuevo.
?Ese cuento es viejo ?dijo Helena.
De hecho, cada vez que el padre de Helena se detenía azarosamente sobre cualquier diálogo, Helena lo completaba. Si hacía una pausa a mitad de un párrafo para aclararse la vos, Helena continuaba de memoria, con ritmo fluido, sin añadir ni quitar expresiones. El padre probó con otros cuentos y luego con otros libros, todos los que hubiera en la biblioteca. No hacía falta preguntarle a Helena si sabía el significado de las palabras ni de las cosas o las costumbres. Fijaba sus ojos en los ojos de su padre y daba detalles sobre cualquier asunto: las cataplasmas y los remedios caseros, el exilio de Perón, el amor y el enamoramiento, la pobreza y la abundancia, la dinastía de los Buendía y la muerte de Rocamadour, la orfandad y la viudez, planchar las camisas, las diferencias entre el guiso y el estofado, la crianza de los hijos. Pero Helena decía que no importaba que los cuentos fueran viejos, le pedía a su padre que le leyera otro y otro más, y ella fingiría no conocerlos. La medianoche estaba cerca y había que apresurar las historias, adornar el tiempo, resistir la niñez una hora más, otro sueño más, otro año. Al fin su padre cerró el libro y le besó los ojos. «¿Sabés lo que es una adivinanza?» le dijo antes de apagar la luz del velador. Helena no tardó en dormirse y otra vez la angustia antigua la hacía temblar. Una mujer corrió por el pasillo con agua y pastillas. La calmó con una caricia y también con mentiras cuando Helena preguntó por su padre. Le dijo que estaba de viaje, que estaba durmiendo, que no estaba. La mujer se parecía a Helena, sólo que su rostro era un poco más joven. Comenzaban, sin embargo, a acentuarse ciertos rasgos de Helena: la forma de hablar y caminar, algunas arrugas en la frente, el gusto por la lectura, la memoria frágil. Helena se dejó arropar y sin oposición de luces y sueños, se quedó dormida casi de inmediato. La mujer volvió a su habitación con un libro dispuesta a amigarse con el desvelo. La primera hoja tenía una dedicatoria: «¿Sabés lo que es una adivinanza?», decía prolijamente, la letra de su madre.