Un cuento para leer en domingo
Un tigre muerto
Sin despilfarrar espectacularidad, allí estaba, dormido como un perro, al lado de la cama, un tigre muerto.Su cuerpo no era inmune a las moscas; algunas, sin inquietarse por los músculos gigantes e inertes ni por los ojos de un dios triste, zumbaban sobre el cadáver. Atraídas por un olor tibio comenzaban a asaltar su cuero, su transpiración pegajosa, su sangre. El hombre miró el espectáculo y pensó en los niños. Qué dirían los niños. No de otra forma podía plantearse el problema. En fin, pensó, los tigres no viven tres siglos ni mil años ni son tan obstinadamente inmortales como los elefantes. A todos los tigres les llega su hora.
Siguió mirando la figura acurrucada y dócil. Sólo la muerte podía explicar tan manso animal. Con sólo estirar el brazo podía tocar el pelaje dorado y negro. Alargándose un poco podía rozar las patas anchas y los colmillos impresionantes, tan inmediatos como las sábanas y tan comunes como el sueño. Al alcance de la mano estaba el inalcanzable corazón. Y el espíritu salvaje exhalado, como una corriente de aire circulando en la habitación, también podía ser respirado por él.
El hombre dio pasos cortos y temblorosos. El bulto, aún con sus huesos reposados, le daba miedo. No era posible equivocarse, pero sólo tocándolo comprobaría. Arrodillado sobre el tigre espantó a las moscas y luego se acostó sobre el lomo como en una meseta de hierba generosa. Determinó que el pulso era solo suyo, que la ausencia del mundo pertenecía al tigre y que la soledad era de los dos: del tigre solo en la muerte y del hombre solo que abrazaba al tigre muerto. Así desaparecía la distancia entre la soledad eterna y la soledad transitoria. La vida y la muerte estaban cerca, tanto que cualquiera podía confundirlas. Sería capaz de afrontar la responsabilidad. Debía decirles a los niños que el tigre estaba muerto. Confesarles que había matado al tigre.
Qué argumento convencería a los niños de que la intención nunca fue presumir como un cazador, de la precisión y la infalibilidad. Que tenía un profundo amor por el tigre y que ese amor, sofocante, lo había obligado a matarlo. Muerto el tigre, ahora temía a los niños. Que los muchachos iniciaran un juicio en su contra que lo atormentara para siempre. Los muchachos pronto serían hombres y hablarían de él en las tertulias de Devonshire o en los paseos por los lagos de Staffordshire o en los bares de Londres. Cerró la vana puerta como en un reflejo de culpa, porque debía mostrar al animal muerto, porque a la violencia la alumbra una luz oblicua que brutal y delicadamente revela la agonía. Mostrar al animal muerto. Mostrarlo vivo, primero, y luego celebrar su entierro.