Por: Lucas Cortiana
Algunos apuntes futboleros
De la caballerosidad, la amistad y el respeto, al fanatismo y el negocio. El romanticismo por el club del que nos hizo hincha el viejo como único refugio ante la locuraI
Fue a mediados de la década de 1920 que un jovencísimo club Boca Juniors se embarcó a Europa con pretensiones de gesta deportiva en un viaje que duraría cinco meses. Trescientos socios de otro club joven, River Plate, antes vecinos de la zona del Riachuelo, se agruparon en el Café Las Camelias de la calle Pinzón para despedir efusivamente al equipo boquense en la Dársena Sud con pañuelos blancos, ramos de flores y abrazos del que se filtraban caricias de masculinidades sensibles entre tanos hercúleos del puerto pero de corazones blandos y la crema y nata de la aristocracia porteña.
Algunos años después, digamos, por 1947, los mismos protagonistas, otra vez hermanados. Boca realizó una cena para seiscientas personas para felicitar a River por la obtención del Campeonato, asistiendo los jugadores de ambas instituciones así como sus directivos. Con la misma pasión en que se empeñaban en las disputas del verde césped se ofrecían las felicitaciones, y no era sino en horas de la madrugada que ebrios por los muelles, con los zapatos gastados y las camisas asomando por debajo de los chalecos, volvían de meterse en la barahúnda de las milongas de San Telmo como buenos compinches.
Dicen los memoriosos, que cuando Racing se coronó campeón del mundo a fines de los ’60, cada hinchada en cada estadio saludó con genuino orgullo y felicidad compartida al representante argentino, con canciones tan solemnes como un himno y tan festivas como los ritmos de murga. Y dicen los viejos, mirando a los pibes que pasan con los cordones desatados, por encima del arco de sus lentes, que en una mesa dominguera de una casa cualquiera, repartidos como en aquel cuadro de Da Vinci, apoyaban los codos tíos y abuelos de Huracán, sobrinos y padres de San Lorenzo, bebiendo de la misma damajuana y mojando el pan en el mismo tuco.
No sé en qué momento el deporte hermoso del pie con la pelota se volvió el de las manos sucias con sangre y percudidas por el negocio. No sé cuándo ni porqué la caballerosidad y la nobleza del juego se convirtieron en trampa y chanchullo. Pero un día todas las miserias de la política y la guerra con sus diferencias y sus discriminaciones se trasladaron a las tribunas, de ahí se fueron a los barrios y de ahí se metieron en las escuelas y casas, porque ya estaban primero en los corazones como un tumor inextirpable.
II
Empezar este artículo que contiene algunos apuntes futboleros citando a García Márquez, hubiera sido una decisión insensata, salvo que uno encontrara, muy convenientemente, que en sus épocas como periodista para el diario El Heraldo en 1950, el colombiano se despachó con algunos párrafos en que reconocía dos cosas: su “santa ignorancia” en materia deportiva y finalmente “que los insípidos y tontos somos los de este lado, los que no nos estremecemos ante un programa de fútbol”. El oriundo de Aracataca se rendía ante “los profesionales del fanatismo” que cada domingo se instalaban en las graderías colombianas bajo el sol del caribe, aunque no fuera capaz de descifrar “el misterioso secreto de su entusiasmo”.
Pero atento a esa pasión popular, García Márquez también entendió que la vehemencia evolucionaría hacia ira y virulencia. Supo observar cómo determinada “compostura mental” de sus amigos (eruditos amigos, además) se descomponía durante noventa minutos, que la locura empezaba a ser explotada por los dueños del capital para “convertir al deporte en una suculenta industria” y que el periodismo sensacionalista se hacía experto en firmar títulos bravos para enloquecer de rabia al pueblo que ya rabiaba de hambre y miedo.
III
Este lunes fui al Barrio de La Boca. Tanto o más misterioso que el entusiasmo que asombró a García Márquez, era el de los turistas que paseaban por Caminito a las doce de un mediodía primaveral, entrando a los locales más caros de la zona a comprar la camiseta azul y amarilla, con el paso firme del que no tiene los bolsillos agujereados por las polillas de la devaluación, yendo a buscar un edificio vacío que la imaginación colectiva hace bullicioso aunque no haya partido: La Bombonera.
Españoles, brasileños y norteamericanos fotografiándose en ese émulo del Coliseo Romano, y dejando como una diligencia de segunda mano la visita al Obelisco y el vuelo a las cataratas o al Perito Moreno.
Pero hay otro entusiasmo, auténtico, el de la ilusión que está a punto de hacerse realidad. Está en el aliento agitado y en la sonrisa, que es también llanto, del pibe de Formosa que vislumbra el estadio entre las calles que se abren como una cortina, y en la nena de Junín que no puede creer que ese gigante de cemento sea el mismo que ve en la tele. También en el hombre de Chivilcoy, al que el olor de las fainás que sale de la Pizzería Banchero le recuerda las noches de la infancia de Coca Cola y pizza con el viejo, y a un locutor indefinido en la estridencia de la radio AM gritando un único gol por siempre.
Lucir el color preferido sin el fanatismo enfermizo ni la estupidez que hace enemigos debería ser como decir el apellido: algo que se hereda del viejo y se lleva por la vida con dignidad y sencillez.