Lucas Cortiana

Pintar de azul los hospitales

La gente que va y viene todos los días de los hospitales, los tiempos de espera, los silencios y el amor para resistir.
domingo, 17 de septiembre de 2023 · 08:00

Por fin, después de largas horas, uno cruza la puerta del hospital y sale a la rutina trastocada por el familiar internado. O quizás todavía atragantado por el parte médico o con el consuelo de la pronta recuperación, los gravísimos problemas del mundo exterior —plata o arreglo de auto, vecino molesto o política, el club que se juega el descenso o vivir a las apuradas— no parecen demasiados ni tan bravos. Entonces, con la misma ropa de la mañana o de la noche anterior, porque las dolencias son improvisadas sobre la marcha cansina de una madrugada, y sin pensar en la hora de retraso, uno cree firmemente que la taza de café sin prisa y luego una ducha sin interrupción son el mejor aliciente que alguien puede tener antes de regresar a la visita regulada por la administración.

Durante algunos días fui y vine del hospital de la ciudad, acompañado por tantos otros, transeúntes, viajantes de colectivo, ciclistas de viento en contra convencidos que el amor les sopla a favor, que hacen la ruta de las Hijas de San José y de la Calixto Calderón tantas veces, desde tan temprano y hasta tan tarde, y tan curtidos enfrentando a los demonios de la adversidad.

Parece, en ese limbo de esperas interminables que son las salas de espera y las habitaciones de expectativas, que el temible paso de los relojes no da tregua a la paciencia, mientras los segundos gotean en la solución fisiológica. Está garantizado el derecho a ser pacientes, sea uno paciente o visitante. Mientras, afuera, el mundo y su tiempo jamás alcanzan; en un día de veinticuatro, siempre faltará alguna hora, como si las leyes universales fueran teoría y hubiera que pedir a la comunidad científica caritativa los minutos que se pierden en el cosmos antes de llegar a las vidas ordinarias. En los hospitales, el tiempo queda muerto en los bostezos y la caridad uno la pide a Dios, por creyente, que despache con rapidez el último rezo.

Coinciden los profesionales en que las enfermedades van dejando en las habitaciones un rastro de silencio. Silencio que se propaga como por contagio. Por los pasillos de paredes cenicientas las ruedas que hacen rodar los camilleros trabajan sin ruido, ni chirrían ni rayan ni raspan, y las enfermeras interpretan el personaje de los cuadros de hospitales y bibliotecas, con el dedo clausurando la boca en esa foto que con más claridad dice una onomatopeya: “Shh. Silencio, hospital”. Pero uno tiene ganas de desfogar el alma en terapia, porque el mundo se descompone y se muere y no es posible retener el llanto, el grito, el ruido inmenso que debe hacer la vida obligatoriamente al dar pelea.

Pero entre el silencio y cualquier color triste y demasiado viejo, como escribió Neruda, por cada internado hay un hijo/a, un padre/madre, un esposo/a que “pinta de azul los hospitales”, el color de la serenidad del cielo sin nubes, y otros que van silbando una canción esperanzadora bajo la llovizna, mientras llevan en el canasto de la bici la muda de ropa limpia y el agua mineral. Una y otra manera feliz del amor que tienen los que resisten.

Comentarios

17/9/2023 | 09:59
#188048
Triste realidad tan bien plasmada. Te admiro Lucía.