Por Lucas Cortiana
Todos los relojes inútiles
Cualquiera puede conocer Kropivnitski de acuerdo a los datos duros que arroje Wikipedia. Podrá empezar por hacer click en el ícono del parlante para escuchar la voz de un hombre que con perfecta dicción ucraniana, melódica y placentera, pronuncie: “krop?u?'n?ts?k?j”, es decir, Kropivnitski. Con esos aportes destinados al escolar o al aburrido navegante de internet es posible hacerse una idea de la historia y población de esta ciudad sobre la rivera de un río, de su código postal y prefijo telefónico. Pero si la tarde viene larga y negada de otras actividades que impliquen algo más que achatarse en un asiento con la pava de mate, ocurre que la indagación se vuelve más exhaustiva y en el horizonte del buscador de Google uno puede tipear “Kropivnitski noticias” y la ciudad se proyecta en todas las direcciones de la guerra: “hallan muerto a un alto funcionario de la inteligencia ucraniana”, “al menos tres personas han muerto como consecuencia de un ataque ruso con misiles contra la localidad de Kropivnitski”, “se incendió un depósito de combustible tras un presunto ataque de un dron ruso contra la ciudad de Kropivnitski”.
Sin embargo, ni la suposición más aventurada dirá que en un comercio de antigüedades de Kropivnitski, Oleg estará sobre su mostrador empaquetando con cuidado un reloj de pulsera ruso de caballeresca elegancia y de algún modo, desordenando la lógica del mundo —conectado pero aún lejano—, cuando más tarde, en la oficina de correo, le pregunten por el destino de la caja frágil y pequeña. Le sonará, al administrativo postal, trabalenguoso y exótico, nuestro vernáculo “Chivilcoy”.
Pero Oleg trabaja con relojes, es decir, con esa manufactura que precisa del tiempo como materia prima, en un país que constantemente lleva la cuenta: 1 año, 2 meses y 20 días desde la invasión. A mayor horror, además, mayor la lentitud de las agujas, más pesados y toscos los movimientos del segundero. ¿Cuánto tiempo ralentizado tolera un reloj? ¿Cuántos contratiempos por las interrupciones de la muerte? ¿Puede Oleg transferir a la mecánica del reloj sus miedos y enojos? Si un reloj, como escribió Cortázar, “es un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire” que nos esclaviza y ata, ¿me estará vendiendo Oleg una parte de las sombras que cubren a su Ucrania?
En la descripción del reloj, Oleg puso: “Condición vintage con desgaste de chapado y rasguños ligeros. El reloj funciona bien”. Se trata de un Poljot de la década del ’80 y Oleg asegura que se le hizo servicio hace poco. El envío internacional, sujeto a trámites de aduanas, me hará desarrollar la paciencia: su llegada está prevista para fines de junio. Son cuarenta días de cuenta regresiva de una realidad ilusoria que finalizará con el flete en la puerta y la presentación del DNI para recibir la encomienda, pero ya se encargó bien la relatividad einsteniana en explicar que cuarenta días en Chivilcoy no son lo mismo que cuarenta días en Kropivnitski ni que la eternidad se satisfaga con la eternidad en todos lados por igual o sólo con vivir unos pocas horas más.
Oleg redunda en las aclaraciones del vendedor: “El reloj funciona bien.”
Un genuino relojero que se respete declara su amor por la vida parando los relojes en la inequívoca hora en que se alcanza la plenitud de la tristeza. Lo hizo el relojero del Ayuntamiento de Praga cuando enterraron a Kafka y lo hizo el relojero del Ayuntamiento de Hiroshima. Marcha el reloj con el único cometido de detenerse alguna vez, con exacta puntualidad, honrando el recuerdo de un ser querido en el nicho; pero mientras se desvíen sus manecillas con criterio dextrógiro, marchará también el significado de lo efímero, en el mismo sentido o contrario, tal vez sea hacia la izquierda, como una condición secreta del tiempo.
No hay noticias de que en Ucrania alguien parase los relojes, así que todos los relojes son inútiles, mientras tanto.
Oleg se esfuerza en asegurar que el reloj que me envía funciona correctamente, ¿querrá decirme que se ha detenido, por fin?